Fue el mejor de los tiempos, y fue el peor de los tiempos.
La semana pasada fue uno de esos increíbles momentos en los que la inmensa alegría tuvo que convivir con un dolor sin paralelo. La alegría fue por un regalo personal que me hizo el Gobernador Supremo del universo, un regalo que en realidad no puede ser descrito. El dolor fue causado por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos, una decisión que no puede entenderse.
Primero las buenas noticias: mi nieta tuvo una hermosa bebé. Eso me permite agregar el prefijo bis a mi título de abuelo, y para aquellos que aún no han experimentado una bendición como esta, déjenme explicarles un poco lo que significa.
Sí, los nietos son algo maravilloso. Son como tus hijos pero sin la exasperación; los generadores de orgullo sin el requerimiento de un cuidado y disciplina constantes. Los nietos, como dijo un humorista, “son el regalo que te da Dios por no haber matado a tus hijos”. Pero los bisnietos… ah, ellos son una categoría totalmente diferente. Los bisnietos llegan cuando somos lo suficientemente sabios como para entender su valor, para apreciar su potencial, para reconocer cómo pueden validar el significado de nuestras vidas. Nos hacen comprender el profundo sentimiento de amor que creíamos que conocíamos en nuestros corazones. Como dicen, justo cuando creías que sabías qué es el amor, ahí vienen los bisnietos…
Mi bisnieta nació en Jerusalem. Ahora mismo yo estoy en Israel. Y junto con su nacimiento, ¡vinieron las noticias de Estados Unidos de que yo soy el bisabuelo de una niña nacida sin país!
Cediendo ante la presión política, la Corte Suprema de los Estados Unidos ha dado respaldo legal a la que probablemente es la perversión más irritante de la historia: Jerusalem no es Israel. La santidad de la tierra santa, el corazón de su santidad y la fuente de su conexión con nuestro pueblo durante milenios, ha sido cruelmente negada, como si las decisiones de Washington pudieran modificar la realidad histórica y como si las opiniones con motivaciones políticas pudieran deshacer el linaje de la Ciudad de David y su selección por parte de Dios como la capital de la tierra santa.
Es una notable ironía que la elección misma de Jerusalem como el lugar apropiado para el Templo es en la zona correspondiente a la tribu de Benjamín. ¿Qué hizo que esta tribu fuese merecedora de este honor más que las otras tribus? ¿Por qué la capital de Israel fue situada en la tierra que había sido designada para el más joven de los hijos de Yaakov?
La tradición judía nos enseña que fue para enfatizar una gran enseñanza. Hay un momento en la vida de Yaakov que deja perplejos a nuestros sabios. Al encontrarse con su hermano Esav, Yaakov —por miedo e injustificado respeto— se reverenció ante él. Y así hicieron también los hijos de Yaakov. El Templo sagrado no podía ser construido en territorios pertenecientes a judíos que se reverencian y que son serviles. Benjamín fue el único que no participó en este acto de servilismo. Benjamín fue el único que no se reverenció ante Esav… porque aún no había nacido. Así que por eso es que Jerusalem tenía que estar en la tierra de Benjamín. Para que sepamos y recordemos por siempre que la santidad no teme ante lo profano, que la santidad no hace concesiones ante lo malvado, de forma que el lugar del Templo —donde se desarrolla nuestra cercana relación con Dios— nos dé siempre el coraje y la fortaleza para hacerles frente a quienes buscan destruir nuestra fe y a nuestro pueblo.
Y por eso es que encuentro tan destacable que cuando lamenté que mi bisnieta fuera —según el dictamen de la Corte Suprema de los Estados Unidos— una “mujer sin país”, un amigo intentara consolarme diciendo que sólo se puede “aceptar el dictamen de la Corte Suprema y agachar la cabeza en señal de reverencia”. Porque esa es exactamente la única cosa que ni yo ni cualquier otro judío debe hacer ante este endurecedor insulto a nuestra capital espiritual.
¿Reverenciarnos ante la sabiduría de la Corte Suprema, cuyos tres jueces judíos dictaminaron en contra del ancestral vínculo entre los judíos y Jerusalem? Por nada en el mundo debería olvidar —yo o cualquier otro judío— que Jerusalem es la ciudad de Benjamín. Por Jerusalem nunca nos reverenciaremos ante quienes están en nuestra contra, ni nos quedaremos silentes ante quienes buscan nuestra destrucción.
En las palabras del salmista, siempre declararemos: “Si me olvidase de ti, oh Jerusalem, deja que mi mano derecha olvide [su habilidad]” (Salmos, 137:5).
Así que permítanme compartir con ustedes que, de acuerdo a la “Corte” más importante —no la de los Estados Unidos, sino que la del universo—, mi bisnieta nació en Jerusalem, en el país de Israel.
JERUSALEM, es la ciudad de Dios, es la capital de Israel; será la capital del reino milenial del Mesias y es la figura de la Nueva Jerusalem, la celestial en Dios mora siempre. Por lo tanto ningún país en la tierra por poderoso que sea podrá disponer, de quien es, a quien pertenece o quiénes deben vivir ahí. Los únicos que tienen derecho son los hijos de Abraham, Isaac y Jacob y sus descendientes, porque a ellos Dios les heredó esa región.
Esta es una verdad histórica, aunque los pueblos del mundo estén cegados por su odio hacia los judíos. Un odio injustificado, un odio que lo ha llevado a cometer los crímenes contra un pueblo cuyo delito ha sido ser creyentes en Dios.
Pero este status continuará hasta que la mano del Soberano Dios lo determine. Hasta que él cambie las cosas, tanto en el corazón de Israel, como en el de los demás pueblos.