SÍMBOLOS PISADOS. El radicalismo se nutre de la ansiedad que las consecuencias de la recesión suscitan en mucha gente, en particular entre aquellos que han empezado a verse –y no siempre sin razón– como los excluidos del sistema
El humor negro practicado en su tiempo por el concejal madrileño a costa del exterminio de los judíos europeos ha vuelto a traer a primera línea la cuestión nunca superada del antisemitismo. Se dirá que es algo un poco exagerado y que conviene contextualizar el exabrupto. Es posible que lo primero no vaya del todo descaminado. En cambio lo segundo, algo siempre recomendable, empeora las cosas… El origen del antisemitismo moderno está en la gran crisis cultural, social y política de finales del siglo XIX. Uno de los síntomas, o de los efectos, de aquella quiebra fue una nueva forma de vivir la identidad personal. Hasta ahí lo que constituía a la persona era un hecho relativamente claro. El Yo, que debo ser capaz de controlar, se opone al Otro que me es ajeno y contra el que tomo posiciones cuando me siento amenazado: tal es el fundamento del antisemitismo clásico. A finales del siglo XIX, las cosas empezaron a cambiar. Lo que hasta ahí era exterior a las personas cobró de pronto una dimensión interna. Un poeta lo dijo muy bien: Yo es Otro. El descubrimiento del inconsciente es una de las grandes consecuencias de este desplazamiento total del campo de la identidad: las personas no saben lo que son, ni son capaces de controlar las pasiones convertidas en pulsiones.
La ansiedad que se deduce de esta nueva realidad tendrá efectos gigantescos en la configuración de la nueva sociedad que entonces estaba naciendo. Uno de ellos lo encarnó la nueva figura del judío, que es, justamente, la representación de aquello que en el cuerpo social es otro, ajeno… sin ser distinto. Nada distingue al judío de los demás nacionales, y sin embargo, el judío no es como los demás. Pasará así a encarnar la figura del Otro absoluto. Será necesario exterminarlo para calmar la ansiedad de un Yo extraviado, que ha dejado de reconocerse en sí mismo y, como no sabe quién es, busca el alivio en una reafirmación absoluta de su identidad. Sabemos hasta dónde llegaron los efectos del pánico, que parecieron superados después del horror absoluto, una empresa de aniquilación sin comparación con ninguna otra por su dimensión específica, que pone en juego la naturaleza misma del ser humano. De ahí que cualquier trivialización del Holocausto pueda, y deba, ser considerada como un ataque contra la idea misma de Humanidad. Este es el primer apunte de contextualización del tuit del ahora concejal.
Las atrocidades antisemitas de la primera mitad del siglo XX europeo parecían superadas hasta que empezó a llegar a los países europeos el antisemitismo surgido en los países árabes o de mayoría musulmana con la creación del Estado de Israel. Esta judeofobia es de orden instrumental y sirvió a los regímenes autoritarios árabes para aliviar las frustraciones de una política fracasada en cuanto al crecimiento económico y los derechos humanos. También palía la ansiedad de buena parte de la opinión musulmana ante lo que se vive como un fracaso histórico, casi existencial, de la civilización islámica. No cruzó las fronteras de Europa hasta que la crisis de la fe comunista, en los años 70, y luego el colapso del socialismo real, llevaron a la izquierda occidental, hasta entonces proisraelí y ajena al antisemitismo, a explorar un terreno en el que se podían volver a encontrar algunas certezas perdidas. El fenómeno es muy visible en España, pero también en Estados Unidos y, en general, en buena parte de las universidades de las democracias liberales. Aquí se ha incubado un nuevo antisemitismo, justificado como crítica a Israel, y proclamado y difundido como uno de los artículos de fe del credo neoizquierdista. Segunda contextualización, en consecuencia. Piense el lector en el campus de Somos aguas, en Madrid.
En los últimos tiempos, los ocho años de recesión han venido a resucitar parte de las fantasías anticapitalistas que se creían arrumbadas. También han traído el descrédito de las instituciones, en particular las de la Unión Europea, encaminadas a poner freno al nacionalismo, del que el antisemitismo es una variante. De hecho, la nueva izquierda populista coincide con los populistas de derechas en describir la UE como uno de los grandes enemigos de los pueblos y las naciones, sometidos a los intereses de una oligarquía de tecnócratas sin compasión, al servicio de los ricos, la banca o el capital. El ejemplo más clamoroso es Grecia, martirizada por los eurócratas. Los demás países del sur podemos reconocernos en nuestros hermanos esquilmados.
Casi naturalmente, una argumentación como esta trae a primer plano la figura del judío como símbolo y personificación de los males que aquejan a la sociedad actual, en particular aquellos que aquejan a la patria. La soberanía nacional padece bajo los ataques de las instituciones comunitarias y a causa de la globalización. En el reciente antisemitismo europeo se vuelven así a escuchar los ecos del antiguo nacionalismo y del pánico acerca de la identidad en crisis. Las instituciones modernas no están hechas para apuntalar identidades definitivas. Están diseñadas para que cada uno intente elaborar la propia identidad en función de criterios autónomos, con fronteras porosas y móviles, en negociación constante. Este dispositivo, sofisticado y nada sencillo de gestionar en la vida personal, es el que empieza a estar en peligro. El antisemitismo, con la grosería y la brutalidad autodestructivas que le son propias, lo ha puesto en el punto de mira. Se nutre de la ansiedad que las consecuencias de la recesión suscitan en mucha gente, en particular entre aquellos que han empezado a verse –y no siempre sin razón– como los excluidos del sistema… el nuevo lumpen. Este es el tercero y, por ahora, el último elemento para una posible contextualización del chiste del concejal.
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