Director de Radio Sefarad
En los tiempos actuales se cuestiona en diferentes latitudes y sociedades el valor de los procesos democráticos, incluso en países con garantías de elecciones libres de fraudes. La gente se queja de que los políticos, una vez electos, no cumplen con sus promesas. Y es verdad. Pero debemos asumir también nuestra propia responsabilidad al encumbrar no a los más sinceros, sino a quienes nos encandilan con sus cantos de sirena de compromisos inasumibles.
En un pasado no muy lejano, el recuerdo todavía fresco de otros populismos nos recorría como un escalofrío la columna de nuestros valores, pero los que sólo lo vivieron a través de imágenes y sonidos grabados no han desarrollado el mismo grado de inmunidad al totalitarismo. Junto a ellos, renacen los nostálgicos de otros regímenes que ven en la explosión de desconfianza hacia las urnas y el orden constituido una venganza tardía, más deliciosa cuanto más fría, hacia quienes les condenaron al ostracismo.
¿Estamos abocados como en una tragedia clásica griega a caer una y otra vez en el mismo abismo? En Europa, en estas últimas dos generaciones nos hemos centrado en construir alianzas y uniones, en derribar aduanas y fronteras, incluso en el intento de educar para la libertad. Y, sin embargo, es en este escenario donde -sobre el trasfondo de una crisis asfixiante- las lógicas se derrumban y dan paso a discursos que creíamos superados de salvapatrias, iluminados y alternativos cuya principal baza es la capacidad de ilusionar, es decir, de captar ilusos que crean a pies juntillas en soluciones simplistas y mágicas, con sólo señalar a algunos colectivos como la causa de sus desdichas.
No importa si entre ellos están los que nosotros mismos elegimos para dirigir nuestros destinos o a quienes confiamos nuestros tesoros. El futuro (maldito gestor de todos los miedos presentes) puede ser, dicen, tal como queramos que sea: no importan ni las leyes de la naturaleza, de la física, de la sociedad. Nuestras angustias pueden evaporarse con sólo CREER que lo harán.
Pero, ¿Qué pasaría si un político o aspirante a líder se presentara cual profeta iracundo contando lo que los números, la lógica, la ciencia, la historia, la sociología y la economía en realidad señalan? ¿Quién votará a quien nos diga la verdad de los esfuerzos que nos quedan por hacer, sin dorarnos la píldora? Sin duda muchos menos que aquellos que encuentren alivio pensando que esta época no es más que un valle de lágrimas hacia el tiempo mejor, más sencillo y absoluto de los charlatanes emergentes.
Ellos, los nuevos conductores, saben que, como se dice popularmente en España, el futuro es “impepinable”, rotunda categorización de lo inevitable; que no van a poder cumplir con las esperanzas que en ellos depositan. Pero, como si fueran viejos actores en decadencia, se creen su papel de salvadores, sus propias mentiras, y verán en el empecinamiento de la vida por ir contra su voluntad una conspiración personal. Ya lo hemos visto miles de veces, pero estamos condenados a verlas tantas más como sigamos empecinados en enamorarnos de quien nos mienta mejor.
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