En febrero de 1983, algunos meses después del inicio de la (Primera) Guerra del Líbano, en una manifestación del grupo Shalom Ajshav (Paz Ahora) se produjo el primer muerto por crimen ideológico en la historia de Israel, cuando Emil Grunzweig sucumbió a las heridas de una granada que arrojó un activista de extrema derecha. Por cierto, entre los heridos se encontraba el actual Ministro de Infraestructuras Yuval Steinitz. La sociedad israelí quedó conmocionada y perpleja ante la existencia de judíos capaces de matar a otros judíos por sus ideas políticas. Se detuvo y encarceló al autor material, en la calle desde 2011. Poco más de una década más tarde, en noviembre de 1995, otro asesinato, esta vez un magnicidio que acabó con la vida del primer ministro Itzhak Rabin, volvió a dejar estupefacta a la gente y fue el punto de partida del final del proceso de paz, que trastabilló hasta la debacle de la Segunda Intifada en el 2000. Nuevamente, el autor del disparo fue detenido y encarcelado. El tabú del asesinato político se había roto definitivamente.
El año pasado nos sorprendimos con el secuestro, tortura y asesinato de un joven palestino a manos de jóvenes judíos, que lo quemaron vivo con una crueldad que creíamos imposible de existir entre los nuestros. Pero sí eran “de los nuestros”, como aparentemente lo son los autores de la última barbarie contra la casa de una familia palestina con la consecuencia de la muerte de un niño de apenas año y medio. Si sumamos al suceso el ataque (cuchillo en mano) contra los asistentes a la Marcha del Orgullo Gay de Jerusalén (del que hablamos justamente la semana pasada), el desconcierto es ahora total. Tampoco tranquiliza ver las caras desafiantes de los acusados de incendiar una iglesia o la sonrisa del primero de los detenidos administrativamente por pretender implantar en Israel la ley halájica por medios bastante similares a los que quieren imponer la sharía en la zona.
Hay quienes han reaccionado excluyendo a los autores (materiales e intelectuales) de los atentados de la grey judía, pero esa no es una prerrogativa de cualquiera, sólo de los tribunales rabínicos, que ni siquiera han considerado esta posibilidad, ni la de retirar la hasmajá (la autorización para ejercer la labor rabínica) a los ideólogos que envenenan las mentes tiernas de unos jóvenes que desprecian a los líderes religiosos establecidos por considerarlos parte de un sistema capaz de dialogar y transigir en temas como el derecho divino a la tierra, basado en las Sagradas Escrituras, de forma análoga a los que citan suras coránicas para explicar y justificar los mayores horrores y la brutalidad asesina.
A la muerte del niño palestino algunos han contrapuesto la larga lista de niños judíos asesinados por el terrorismo palestino. Pero hay una sutil diferencia que se agiganta según la autoestima colectiva que se tenga: este ha sido por culpa de uno de los nuestros. Y dado que el mandato halájico más esencial exige que cada uno de los judíos seamos garante del otro (arevím ze lezé), todos debemos sentimos culpables y avergonzados de no haberlo evitado, de no haber extirpado el Mal (con mayúsculas, ya que se ampara en las ideas más que en los instintos) de nuestra propia carne. No son locos sueltos, ni han dejado de ser judíos: son parte de nosotros y tenemos un problema que ya es hora que empecemos a tratar con la atención y relevancia crítica que se merece.
lamentable, y vergonzoso, aun mas por el echo no solo de ser uno de los nuestros, y siendo religioso olvida el mandamiento: no asesinaras.