El 2 de agosto de 1492, un joven navegante llamado Cristóbal Colón partió de España. Cuando su barco zarpó desde el puerto de Sevilla, notó algo curioso: miles de hombres, mujeres y niños entraban con desesperación en barcos y embarcaciones.
Ese era el último día que tenían los judíos para abandonar el reino español. El Rey Fernando y la Reina Isabel acababan de conquistar toda España y buscaban hacer que todo su reino fuera exclusivamente cristiano. Ningún judío tenía permitido quedarse. Desesperados, miles huyeron llevándose sólo las posesiones que podían cargar consigo. En pocos días, toda la comunidad judía de España, que había florecido durante siglos, ya no existía. Las sinagogas fueron clausuradas, las escuelas fueron cerradas y las casas abandonadas por los judíos que huían fueron ocupadas por sus vecinos no judíos.
En las semanas y meses posteriores a la expulsión de los judíos de España, la vida judía parecía completamente muerta. Sin embargo, no todos los judíos de España huyeron cuando se pronunció el fatídico edicto. Era posible permanecer en España, pero las condiciones para hacerlo eran terribles: todo judío que deseara quedarse en su lugar debía adoptar públicamente el cristianismo y renunciar a toda práctica judía.
Muchos judíos vivieron vidas que aparentaban ser cristianas en público, pero se aferraron a la observancia judía en secreto. Los viernes por la noche, estos judíos secretos cerraban sus ventanas para que los vecinos no los vieran encender sus velas de Shabat. Las amas de casa judías horneaban sus jalot a escondidas, los maridos susurraban las palabras del kidush de Shabat.
Esos judíos clandestinos sabían que si un vecino escuchaba sus plegarias susurradas o un transeúnte los veía disfrutando una comida festiva, corrían peligro de muerte. La Inquisición Española había comenzado hacía unos años, cuando hubo reportes de que se estaba efectuando un Séder de Pésaj secreto entre los judíos clandestinos. Cualquier judío de quien se sospechara que se estaba aferrando a su religión, era torturado hasta confesar y luego era quemado en la estaca. Miles de judíos españoles ya habían muerto en ejecuciones públicas de este tipo. La quema pública de judíos se volvió tan frecuente que incluso tenía un nombre propio, auto de fe, y atender a estos frecuentes espectáculos se volvió un popular pasatiempo nacional.
A pesar de que aparentaban haber adoptado el cristianismo, los españoles nunca confiaron en los judíos secretos de España; los vecinos y los sacerdotes sabían que continuaban practicando el judaísmo y siempre estaban atentos ante cualquier señal de un ritual judío. Los españoles llamaban a estos judíos «marranos», un término denigrante que significa «cerdo», y muchos españoles buscaban ansiosamente cualquier pequeño indicio de práctica judía para poder entregarlos a las autoridades.
«El director» de Barcelona
Sin embargo, en la ciudad de Barcelona, un gran grupo de judíos secretos se aferró a sus ancestrales tradiciones. No tenemos claridad de cuántos judíos de Barcelona continuaron practicando su religión, pero sí sabemos a partir de la siguiente historia, que fue pasada de generación en generación, que fue una cantidad considerable.
Don Fernando Aguilar era un prominente judío de Barcelona. Director de la prestigiosa Orquesta Real de esa ciudad, era una persona distinguida y disfrutaba de mucha riqueza y prestigio. Cuando llegó el edicto que lo desterraba a él y a sus correligionarios de España, Don Aguilar decidió quedarse. Adoptó públicamente el cristianismo pero, al mismo tiempo, tomó una peligrosa decisión: en privado, al igual que otros muchos judíos españoles, Don Aguilar nunca renunciaría a su fe. A pesar de que eso implicaba que podía ser arrestado en cualquier momento, Don Aguilar continuó viviendo como judío.
Al volver a casa cada noche, besaba una mezuzá que ocultaba bajo las tablas de su piso. Se preocupaba de comer sólo comida casher y de respetar las festividades judías. Con el pasar de los años, la práctica del judaísmo se hizo cada vez más difícil. Sin embargo Don Aguilar, al igual que el resto de los judíos de Barcelona, hacía todo lo que podía. Ya no quedaba ninguna sinagoga en su cuidad, pero grupos de judíos se reunían en privado —arriesgando sus vidas— para murmurar las plegarias. España ya no tenía escuelas judías, pero las familias hacían lo mejor que podían para brindarles a sus hijos una educación judía. Año tras año, cada vez con mayor dificultad, la comunidad judía secreta continuó existiendo, aferrándose a la mayor cantidad de mitzvot que les fuera posible.
Algunos rituales, sin embargo, eran casi imposibles de respetar. Uno de ellos era oír el shofar. En cada Rosh HaShaná y Iom Kipur los judíos secretos de Barcelona y otros lugares se reunían para rezar. En Rosh HaShaná compartían una comida festiva clandestina. En Iom Kipur, se ocupaban de sus negocios en público sin dejar que nadie supiera que estaban ayunando. Pero soplar fuerte el shofar —y ni hablar de los 100 sonidos prescritos para cada día de Rosh HaShaná y Iom Kipur— era algo imposible. Hacerlo hubiera llevado a un arresto inmediato, seguido de tortura y muerte.
La sinfonía del shofar
Cinco largos años después de la expulsión de los judíos de España, luego de cinco años de practicar su religión en secreto y de vivir una doble vida, Don Aguilar vio una oportunidad. En 1497, hizo un anuncio público: el domingo 5 de septiembre lideraría personalmente a la Orquesta Real de Barcelona en el estreno de un concierto compuesto por él. La pieza que había escrito era diferente a todo lo que se había oído en España en el pasado. Era, declaró él, «una celebración a los pueblos nativos y sus culturas». Todo instrumento que había sido inventado en el mundo, sin importar dónde, estaría representado.
En la noche del concierto, la sala de la orquesta se llenó. Algunas personas en la audiencia notaron que Don Aguilar no estaba usando la cruz de oro que solía vestir, pero había tanta excitación debido a esta inusual obra que nadie le prestó mucha atención. Muchos de los que asistieron eran marranos, pero el hecho de que tantas de estas personas hubieran ido al concierto aparentemente no hizo sospechar a nadie. Cuando se abrieron las cortinas, el concierto comenzó de acuerdo a lo planeado.
La música de Don Aguilar era interesante. Fiel a su palabra, la audiencia oyó una gran variedad de instrumentos. Hubo campanas y cuernos, instrumentos de cuerda y una serie de tambores. Luego, en medio del concierto, un músico de la orquesta, que se rumoreaba era un judío secreto, apareció en escena. Tenía en su mano un inusual instrumento: el cuerno de un carnero.
El músico lo puso en sus labios y comenzó a tocar. Tekia, shevarim, truá. Cada nota del servicio del shofar de Rosh HaShaná se escuchó en toda la sala, cien notas en total. La mayoría de la audiencia consideró que estaba ante una virtuosa ejecución de un inusual instrumento. Pero para los judíos secretos de la audiencia, la “música” de Don Aguilar les dio la primera oportunidad en años de cumplir la mitzvá de oír el shofar.
El 5 de septiembre de 1497 fue el primero de tishrei de 5258, la noche de Rosh HaShaná.
Poco se sabe del destino de Don Aguilar. Algunos dicen que fue arrestado poco después del concierto y que fue ejecutado en secreto, para que la noticia de su hazaña no se hiciera pública. Otros dicen que vivió hasta la vejez y que siempre continuó llevando una vida judía.
Lo único que sí se sabe de él es su increíble hazaña de Rosh HaShaná, hace más de 500 años, cuando por una noche permitió que toda una comunidad judía secreta cumpliera con la mitzvá de oír elshofar.
Fuente principal: Rav Eliahu Ki-Tov, “Nosotros en el tiempo”, y el artículo de Rav Stewart Weiss en el Jerusalem Post. Nota: No existe ninguna documentación escrita de este evento; el nombre de Don Fernando Aguilar y la leyenda de sus acciones de septiembre de 1497 se transmitieron verbalmente por siglos. Si bien nos es imposible verificar los detalles de estos eventos, generaciones de judíos han sostenido que este increíble ‘concierto’ de Rosh HaShaná realmente existió.
DIOS BENDICE Y PROTEGE AL PUEBLO DE ISRAEL….