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| viernes noviembre 15, 2024

La elocuencia del vacío: el Museo Judío de Berlín


Si algo me ha sorprendido en Berlín, entre las tantísimas cosas que no dejan a uno de sorprenderlo en esa magnífica ciudad -su sofisticación, su cosmopolitismo, su vitalidad cultural, la intensidad de su pasado que se cristaliza constantemente en el presente, su belleza y su interacción entre el clasicismo y el modernismo- fue, curiosamente, su arquitectura. Sea el Bundestag, el viejo parlamento reconstruido en la posguerra, con una impresionante y singular cúpula de cristal; o la Philarmonie, vanguardista sala de conciertos que oficia de corazón musical de la capital alemana; o la biblioteca principal de la Universidad Humboldt, esplendoroso y raro espacio de lectura; sus monumentos, como el dedicado a la memoria de los judíos masacrados durante la Shoá, cuyo diseño minimalista y contundente es particularmente conmovedor; o sean apenas sus nuevos edificios futuristas; no hay modo de caminar por Berlín y no sentirse cautivado por su desarrollo urbanístico excepcional.

Entre tantas obras geniales, a mi juicio personal hay una que se destaca de manera especial: el Museo Judío de Berlín. Inaugurado en el 2001, tras doce años de desarrollo y con un presupuesto de sesenta millones de dólares, es tanto una gema arquitectónica como un tributo a la creatividad humana y al simbolismo histórico. Fue concebido y diseñado por el arquitecto Daniel Libeskind, nacido en 1946 en Lodz (Polonia) y naturalizado norteamericano, quien perdió a gran parte de su familia durante la Segunda Guerra Mundial. Ganó, en 1988, un concurso internacional sin haber construido edificio alguno con anterioridad. Desde entonces se le encargó el diseño del WorldTrade Center tras los atentados del 9/11, el Museo Judío en Copenhague, el Museo Judío Contemporáneo de San Francisco, el Museo Real de Ontario, el Museo de Arte de Denver y el Museo Imperial de la Guerra de Manchester, entre muchos otros proyectos.

Estilísticamente, el museo refleja una Estrella de David deconstruida, cuyo recorrido zigzagueante y excéntrico se intuye desde su interior, pero sólo puede realmente ser apreciado desde una vista panorámica externa. El concepto arquitectónico fue inspirado por cuatro elementos: una colección de textos filosóficos de Walter Benjamin (Einbahnstrasse, 1928); un fragmento de la ópera Mosesund Aron, que el compositor ArnoldSchoenberg comenzó en 1928 también, pero abandonó al emigrar de Alemania; dos volúmenes estatales que listan los nombres, fechas de nacimiento y deportación de todos los judíos alemanes asesinados en el Holocausto; y la historia de la relación entre los judíos y Alemania.Filosóficamente, el museo está asentado en tres ideas expuestas por Libeskind: la imposibilidad de comprender la historia de Berlín sin considerar el aporte intelectual, económico y cultural de los judíos berlineses; la integración física y espiritual del significado de laShoá en la conciencia y la memoria de la capital alemana; y la noción de que sólo mediante el reconocimiento al vacío de la vida judía en Berlín puede la historia de Alemania y de Europa tener un futuro humano.

Ubicado en Lindenstrasse, al lado de una antigua y distinguida corte de justicia prusiana, contrasta el diseño modernista de la Estrella de David distorsionada con el neoclasicismo del Kollegienhaus.A la entrada misma ocurre el primer engaño visual, pues se ingresa por esta construcción neoclásica y se pasa a un recorrido semi-laberíntico y vanguardista donde la desorientación impera, aunque no confunde. Programáticamente, tres ejes distintos conviven en el recinto y queda a elección del visitante priorizar su recorrido. El primero es un sendero que lleva por la historia de los judíos de Berlín, con salas en las que se exhiben de manera tradicional información sobre la misma. El segundo es un camino que va hacia los “Jardines del Exilio”, espacio al aire libre que representa la emigración de los judíos alemanes y que está levemente inclinado, lo que crea una sensación de inestabilidad física, de cierto mareo. El tercer eje es el más dramático: concluyeen un cuarto sin salida denominado “La Torre del Holocausto”.

Este es un espacio que conmueve profundamente. Es una sala de paredes grises y altas, irregulares y estrechas, iluminadas solamente por la luz natural que, dependiendo del momento del día, ingresa con mayor o menor intensidad por una ventana superior. Uno está rodeado -amenazado- por la negrura. Una escalera de acero incrustada en una de las paredes es visible pero inalcanzable, su primer escalón está demasiado elevado. La sensación de claustrofobia se instala y la certeza de que de ese cuarto no hay escapatoria posible comienza a envolverlo a uno. Es caer en el abismo. Esta fue para mí la experiencia más cercana, en el plano sensorial, a lo que, imagino, pudo haber sentido un judío en Alemania en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Ningún otro museo sobre el Holocausto que he visitado -en Jerusalem, Washington, Buenos Aires, Curitiba- jamás me trasladó de este modo intenso a la experimentación del peligro inminente, del cerrojo cada vez más estrecho, de la imposibilidad de la fuga. Es el asomarse a la angustia de la muerte.

Esta es la característica distintiva de este museo asombroso: no tanto la educación como la experimentación. Para aprender sobre la Shoáestán los libros, los testimonios, las conmemoraciones. Para sentir -aunque más no sea en una ínfima fracción, en una incomparablemente diminuta dimensión, de una manera milimétrica y epidérmica- lo que el infierno de la Shoá fue, está este museo. Por supuesto, no hay comparación ni experimentación posible para quien no atravesó el Holocausto, o, como en mi caso, ni siquiera había nacido entonces. Pero no creo exagerar al decir que posiblemente el simulacro sensorial y emocional más cercanoy perturbador a esa noche oscura lo ofrece ese espacio inefable del Museo Judío de Berlín.

Este es un museoicónico, único en su tipo, que brinda -sabiamente-más preguntas que respuestas. Donde al recórrelo, a pesar de estar acompañado por una multitud, uno padece la más oprimente soledad.Es un museo sobre el vacío, pero también sobre la continuidad. Liberskind expresó el objetivo que animó su proyecto con estas palabras: “He buscado crear una nueva arquitectura para un tiempo que reflejara un entendimiento de la historia, un nuevo entendimiento de los museos y una nueva comprensión de la relación entre programa y espacio arquitectónico. Por lo tanto este museo no es sólo una respuesta a un programa en particular, sino un emblema de esperanza”.

Este no es un museo sobre la Shoá, sino sobre la historia de la judería alemana. Inevitablemente, la tragedia judía está inscripta en esa historia. Yo no hallé esperanza en su interior, sino al salir de él. Al ver una nueva Alemania que recuerda y que conmemora en casi cada centímetro de su capital reunificada la barbarie que alguna vez de ella brotó.Como lo hace, en suma, con este museo indispensable.

Julián Schvindlerman es escritor. Visitó  Berlín el año pasado por invitación del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Federal de Alemania.  

 
Comentarios

Tuve ocasion de recorrerlo en una de mis ultimas visitas a esa ciudad, y debo confesar que impresiona por sus dimensiones y arquitectura , pero decepciona un tanto (al menos para mi ) por el «contenido » de sus vásta salas, el cual dista a mi juicio de estar a la altura de las espectativas sucitadas, si bien cabe admitir que no estamos hablando de un museo «al uso» sino de algo muy particular y de gran singularidad …

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