El ataque francés del domingo pasado contra Al Raqa en respuesta a los atentados del viernes 13 en París, no compensa nada. El enemigo, más allá de estar en un Estado de facto, se encuentra bajo el mismo techo que los europeos, compartiendo su propio “espacio vital”.
No han comprendido los liderazgos occidentales que la respuesta bélica lejos de minar los actos de terror, suma nuevos adeptos a los movimientos del islam radical, en un país donde, según fuentes islámicas, de 6 millones de fieles a esa religión al menos 100.000 son convertidos, algunos de los cuales lo hacen a través de grupos integristas salafistas y wahabitas, y entre los que se unen al menos 900, al 2014, que se liaron en las redes del Califato Islámico.
Los grupos radicales utilizan los púlpitos de las mezquitas dentro de Europa para inyectar en las comunidades no fundamentalistas ideas que las envenenan y vuelcan en contra de la sociedad donde viven, con lo cual fortalecen sus posiciones intolerantes.
Los sentimientos de islamofobia sumados a las ideas de que países como Francia son sinónimo de pecado y de perdición para las comunidades islámicas, incentiva, todavía más, las posibilidades de que ataques como los de París se vuelvan habituales.
¿Imparable? Pueden acabar con el Dáesh (Estado Islámico de Irak y el Levante) o su cúpula en Irak, Siria, Libia o en Plutón, que el germen de los islamistas se expande y se extiende como una enfermedad contagiosa.
Este movimiento político-religioso (el islamismo) no es algo nuevo, solo que ahora aprovecha los vacíos de poder de sus territorios de origen para expandirse y recibir cada vez más soldados. Obtiene más fuerza por el deterioro de la confianza en los gobiernos no religiosos tanto en países musulmanes, como ahora en naciones laicas y abiertamente seculares, como las europeas.
Cabe destacar que los propios países islámicos saben lo que es ser víctima del radicalismo porque es un asunto que sucede casi a diario. El mismo viernes de los atentados en París, en Bagdad (Irak) y el Sur de Beirut (Líbano), el terrorismo cobraba la vida de más de 60 personas, entre ambos hechos lamentables, sin que la reacción categórica de los occidentales fuera tan contundente como se esperaría.
Pero Occidente se ha acostumbrado a ver este tipo de violencia como algo lejano a su sociedad “pluralista y democrática”, así como considerarlo el pan diario de países en el Medio Oriente y África, y es así como se cae en el estereotipo de que allí los asesinatos y el terrorismo son deporte nacional. Por eso cuando ocurre en este lado del mundo, la sociedad se enloquece y cae en pánico colectivo.
La respuesta militar de Francia solamente intenta aplacar las posiciones ultranacionalistas del país, dar una muestra de fuerza militar, pero es en sí un acto que traerá más muerte y destrucción en una ciudad de más de 220.000 habitantes que recibirán el efecto colateral de estar siendo gobernados por aquellos que saben que sus muertes serán un excelente material de propaganda religiosa, mientras que para los efectos reales no hay nada positivo que se pueda destacar realmente de esta acción bélica.
El autor es analista internacional.
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