En las pasadas semanas una de las noticias más importantes del mundo judío (no sólo nacional, sino internacional) fue la entrada en vigor de la nueva Ley de Nacionalidad para sefardíes originarios de España y los consiguientes actos de agradecimiento, incluida una recepción en el mismísimo Palacio Real de Madrid. Más allá de las ya muy comentadas dificultades burocráticas para demostrar los requisitos para acogerse a dicha legislación, hay un punto negativo que me parece esencial, aunque seguramente complicaría aún más la tramitación y el propio título, en el que se habla de “concesión” en lugar de “restitución”. Y es que el primer término alude, en todas las definiciones de la Real Academia Española de la Lengua, a una acción direccional y magnánima como es dar u otorgar, asentir o convenir, o atribuir una cualidad o condición; muy diferentes de la acción basada en la justicia de devolver, restablecer o retornar que implica una restitución. El derecho a ser españoles no es un regalo ni (como murmuran los que siguen demostrando su amor “condicionado” a los sefardíes) un incentivo para que los “poderosos” judíos vuelvan a invertir en este país, sino el reconocimiento de una injusticia que, por histórica y lejana que sea, no implica que el tiempo haya subsanado ni redimido.
Esta diferenciación sutil entre lo que se “otorga” y lo que se “devuelve” nos es muy familiar a todos los judíos (sin distinción de origen) ya que está en los cimientos mismos de la fundación del Estado de Israel, basado no en la conquista y ocupación de nuevos territorios (como lo fue el “descubrimiento” del continente americano por Europa, la repartición de África y Oriente o incluso el trazado de muchas de las actuales fronteras estatales del Viejo Continente), sino en la restitución de la tierra y nombre originales de una nación. Ese fundamento de restitución estaba en las bases del sionismo político desde sus primeros compases a finales del siglo XIX, mucho antes del Holocausto europeo al que algunos malintencionados ven como la explicación de la “generosidad” de las naciones (Unidas, con mayúsculas) para paliar el dolor de la masacre judía. Esos mismos principios fueron, recordemos, los que llevaron a ese movimiento a rechazar en plena era de terribles pogromos como los de Kiev una alternativa de “concesión” (llámese Uganda y propuestas similares) que no fuera de “restitución”. Sólo amparados en dicho principio de justicia histórica (que significó la devolución no sólo del territorio sino del nombre original, falsificado por el emperador romano para borrar la huella del insurgente; y de su lengua, confinada hasta entonces al mundo religioso) fue viable la resurrección del pueblo judío como estado entre las naciones.
Hoy, como entonces ante ofertas alternativas y pragmáticas, hay que tener clara la distinción entre unos conceptos que trascienden del plano profesional de los expertos en derecho, que tienen más que ver con la historia: la de los españoles, la de los sefardíes y la que perdimos todos de vivir juntos por no entender el “secreto” del asombroso amor que los descendientes de los expulsados de la península ibérica guardaron hacia lo que aparentara, sonara, oliera o supiera a español. Uno es quien es. El problema de cómo te reconozcan y acrediten es de los demás.
Director Radio Sefarad
Con el debido respeto. Es muy poco y muy tarde…Los judíos tenemos ya un país. Se llama Israel que España recién reconoció en 1986…El gobierno de España no puede invitar a los judíos a volver a Sefarad para pasar de nuevo humillaciones sin antes atender el tristemente célebre antisemitismo Franco-católico. Además, el complejo proceso para obtener la ciudadanía es más una traba que una justa restitución.