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| lunes diciembre 23, 2024

La guerra sin nombre


Las dos grandes masacres cometidas por terroristas fundamentalistas islámicos en París en 2015 –en la redacción de Charlie Hebdo y en el supermercado kosher en enero, y en el Estadio de Francia y en el teatro Bataclan en noviembre– han vuelto a poner sobre el tapete el debate sobre qué tipo de guerra se está librando; si se está librando de hecho una guerra, si existen dos o más bandos. Los ataques terroristas islamofascistas contra las democracias liberales no han remitido al menos desde la ascensión al poder del ayatolá Jomeini en Irán en 1979 y la traición de los talibanes dirigidos por Ben Laden contra sus benefactores norteamericanos en 1989; y alcanzaron su punto culminante con el atentado de Al Qaeda contra las Torres Gemela de Nueva York, con más de tres mil civiles muertos, en 2001.

El hecho de que los terroristas iraníes pertenezcan a la rama chiita del islam, mientras que los talibanes se asocian con la rama sunita, confirma que el terrorismo fundamentalista islámico es transversal y que, dado que se propone extinguir las democracias a través del masacramiento de sus ciudadanos, es bastante secundario si los terroristas son seguidores del yerno o del suegro de Mahoma, que son las dos vertientes principales en las que se dividen los grupos islamofascistas, entre los que se cuentan Hamás, Hezbolá, Boko Haram, Al Qaeda, ISIS y la República islámica de Irán, entre otros de menor renombre.

En este artículo pretendo sostener que sí se trata de una guerra; del islamofascismo contra las democracias de tipo liberal. Esto es, de la guerra del islamofascismo contra la libertad de expresión, la libertad de circulación, la libertad de culto, los derechos y garantías individuales, la igualdad de género y el derecho al trabajo y al usufructo de la recompensa individual y familiar obtenida con él. No existe un criterio islamofascista de venganza contras las democracias occidentales por el pasado colonialismo, ni un reclamo que pueda solucionarse con un cambio de las políticas de las potencias en el Medio Oriente actual: la sola existencia de las libertades públicas descriptas, vigentes en las democracias liberales contemporáneas, es la ofensa que el fundamentalismo islámico no puede perdonar.

Con ocasión de la masacre de Bataclan, la canciller sueca, Margot Wallström, realizó el acostumbrado comentario contra Israel, adjudicando la motivación de los terroristas islamofascistas de París al conflicto palestino-israelí; no sólo sin pruebas, sin ninguna racionalidad, en una opinión similar al libelo de los Protocolos de los Sabios de Sión o la teoría de la sinarquía internacional. El islamofascismo, la rama contemporánea del fundamentalismo islámico, se originó en 1928, con la creación de la más perdurable e influyente de las organizaciones islamofascistas: la Hermandad Musulmana; no casualmente junto con el fascismo musoliniano y el nazismo hitleriano. Fueron aliados directos desde sus orígenes hasta la debacle nazi-fascista; pero el fundamentalismo islámico nunca sufrió la derrota decisiva que sí se propinó a los nazis y fascistas alemanes, italianos, japoneses y a sus aliados. No existió una desnazificación, como la que sí se aplicó en Europa y en Japón –con Marshall, Patton y MacArthur–, en el mundo árabe. En Medio Oriente, el Occidente democrático aplicó, y continúa aplicando hasta hoy, el apaciguamiento que Chamberlain intentó con Hitler en Múnich en 1938. En ese orden se inscribe la declaración de la canciller sueca.

Pero, como vemos, el islamofascismo precede en 20 años a la creación de Israel, y en 40 al conflicto entre los habitantes palestinos de la Franja de Gaza y de Cisjordania y sus vecinos judíos. Desde la creación del Estado de Israel, en 1948, la raíz del conflicto árabe-israelí y palestino-israelí ha sido la existencia de Israel como democracia en Medio Oriente, no su política exterior. La negación del derecho de Israel a existir comenzó, por parte del islamofascismo, el mismo día de la independencia israelí, no en 1967, con la conquista de Gaza y Cisjordania; como tampoco se dejó de negar tal derecho con la retirada completa de Israel de Gaza en 2005. Los fedayines palestinos, jordanos y egipcios asesinaron a mil civiles israelíes entre 1948 y 1956, cuando Gaza y Cisjordania estaban en poder de Egipto y Jordania, respectivamente; y continuaron asesinando civiles israelíes antes y después de que Israel tomara la Franja en 1956 para detener la hemorragia terrorista y se retirara a los pocos meses, a cambio de garantías de seguridad de la ONU nunca cumplidas. Del mismo modo que los ataques actuales contra los civiles parisinos no tienen la menor relación con los Acuerdos Sykes-Picot de fines de la Primera Guerra Mundial, sino con la directa negación de su derecho a una ciudadanía libre, nuevamente por parte de victimarios fundamentalistas islámicos.

Hasta que no comprendamos esta realidad, que los islamosfascistas expresan con meridiana transparencia, no podremos defendernos. La guerra ha comenzado hace mucho, pero estamos como Stalin en junio de 1941, cuando no podía creer que Hitler lo había atacado. Paradójicamente, hoy Putin comprende mucho mejor que Obama que Rusia, como Estado moderno, está siendo puesta en jaque por el islamofascismo, como lo fue Stalin por el nazismo 70 años atrás.

La guerra sin número

Es baladí preguntarse si esta es la Tercera Guerra Mundial. La primera y la segunda fueron tan determinantes en la configuración de nuestro orden mundial que permanentemente buscamos un número 3 que nos permita una reconfiguración tranquilizadora. Pero podemos encontrar similitudes sin necesidad de etiquetas que clausuran más que explican. Como en la segunda, las democracias occidentales están en directa alianza con Rusia contra el ataque islamofascista. Como en la segunda, los islamofascistas se proponen el dominio del mundo, tan pueril y directo como suena, y la aplicación de la sharía, la interpretación extrema y fanática del Corán, a nivel global: la opresión de las mujeres, el exterminio de los homosexuales, la obliteración del pueblo judío, la conversión de los cristianos, la ejecución de los disidentes y la eliminación de cualquier forma de libertad. Lo primario y atávico de sus propuestas les resta credibilidad entre muchos analistas occidentales, que prefieren o bien no ver la amenaza, o bien diluirla. Pero el nazismo se propuso, y lo consiguió durante tres años en la mitad del planeta, un dominio similar.

Como en la Segunda Guerra Mundial, Turquía ocupa un rol ambiguo, por momentos neutral, por momentos en un bando, por momentos en el otro. Como entonces, China está mucho más cerca de las democracias occidentales que del islamofascismo. Pero en el Lejano Oriente es donde se da una de las grandes diferencias: mientras que durante la segunda guerra China era un gigante devastado, empobrecido, desarmado y ocupado por Japón –según Anthony Beevor, uno de los más difundidos historiadores de la IIGM, ésta comenzó en 1937 con la invasión japonesa de China–, en la actualidad China es una potencia de primer orden, económica, política y militar. Su peso y voluntad en esta contienda aún es un enigma. Japón, enemigo de las democracias durante la IIGM, es hoy una potencia democrática y decididamente alineada con las democracias occidentales, aunque su participación militar efectiva es tan enigmática como la de China.

La existencia de Israel, a partir de 1948, es otro factor de peso, pero el enigma en este caso no es sobre su predisposición a participar junto con las demás democracias occidentales, sino en qué medida los líderes del mundo abandonarán el antijudaísmo atávico para considerarse aliados directos también de la única democracia de Medio Oriente.

Las amenazas contra la libertad

Por tres veces ha sido amenazada la libertad en el mundo en los siglos XX y XXI: por el nazismo entre los años 20 del siglo pasado y hasta 1945, por el comunismo estatal marxista entre 1945 y 1989 y por el islamofascismo, aleatoriamente entre 1928 y 1945 y decisivamente entre 1979 y la actualidad. Frente al nazismo, la antorcha de la libertad fue empuñada en primer lugar por Winston Churchill, quien la pasó al presidente Roosevelt, quien a su vez la legó, en su lecho de muerte, al presidente Truman, quien puso punto final a esta amenaza junto a sus aliados. Brinda optimismo el hecho de que un hombre en silla de ruedas, y luego muerto, venciera a quienes se proponían como la única raza erguida sobre la Tierra. También en la lucha contra el totalitarismo comunista los Estados Unidos lideraron el mundo libre. Pero en la actualidad, en la lucha contra el islamofascismo, no existe un líder que posea la voluntad y genere el consenso suficiente como parea dirigir la batalla. No hay un Churchill ni un Eisenhower. Los líderes que con más claridad denuncian la amenaza no gozan del respaldo requerido para ser masivamente seguidos; y quienes sí gozan del consenso y el poder no denuncian ni enfrentan con claridad la amenaza.

El principal desafío que plantea el islamofascismo a las democracias liberales no es religioso ni militar. Es político. Si las democracias no ratifican de modo determinante su convicción de vivir en libertad, no adquirirán la voluntad necesaria para librar esta larga guerra. Con la voluntad no alcanza, pero sin ella no se puede empezar.​


 

 

 
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