No mucho antes de que estallara la guerra en Siria, Bashar al Asad era saludado como un reformista a invitado a Occidente en visitas de Estado de alto nivel. Arriba, Bashar Asad se relaja con el entonces primer ministro (hoy presidente) turco Recep Tayyip Erdogan (izquierda) y con el entonces senador John Kerry (derecha).
Traducción del texto original: Syria: Checkered Past, Uncertain Future
Traducido por El Medio
El próximo mes de marzo marca el quinto aniversario de lo que empezó siendo otro capítulo de la llamada Primavera Árabe y se transformó en una guerra civil, que degeneró en una catástrofe humanitaria y, finalmente, llevó al colapso sistémico de Siria como Estado nación.
Esa secuencia de acontecimientos ha tenido un impacto muy profundo en prácticamente toda la región conocida como Oriente Medio, afectando en muchos aspectos a las naciones que la conforman, como la demografía, la composición étnico-sectaria y la seguridad. Como el propósito de este artículo no es ofrecer un relato histórico de los acontecimientos, bastará un breve recordatorio de algunos aspectos clave.
Hace cinco años, cuando tuvo lugar la primera manifestación en Deraa, al sur de Siria, gran parte del llamado mundo árabe tenía unas expectativas muy altas tras las revueltas en Túnez, Egipto y Libia, que parecían haber puesto fin a décadas de gobierno despótico de los aparatos militares y de seguridad. A pesar de sus importantes diferencias, el Estado sirio encajaba en la descripción del prototipo de Estado árabe que se desarrolló tras la Segunda Guerra Mundial.
No era extravagante pensar, por lo tanto, que podíamos estar ante los primeros indicios de un descontento popular, como había pasado en otros Estados similares en otras partes del mundo árabe. Una diferencia importante era que, cuando empezó la revuelta, el Estado sirio, probablemente el más represor del mundo árabe moderno, junto con el de Sadam Husein en Irak, se había embarcado en un tímido programa de reformas y liberalización. El nuevo dictador, Bashar al Asad, había intentado presentarse como un reformista educado en Occidente al que le atraían algunos aspectos del pluralismo y la economía de mercado. Había permitido la aparición de los primeros bancos de propiedad privada y privatizó una serie de empresas estatales. También había permitido que el sector privado tomara la iniciativa en varios sectores nuevos, especialmente el de la telefonía móvil e internet. Por supuesto, los nuevos bancos, las empresas privatizadas y las nuevas empresas tecnológicas eran casi todas propiedad de miembros del clan Asad y de sus socios, mientras que el aparato militar y de seguridad vigilaba muy de cerca todas sus actividades. Sin embargo, había cierto acuerdo entre los observadores occidentales de Siria respecto a que el joven Asad estaba dando los necesarios primeros pasos hacia la reforma. Esta impresión se vio reforzada por el hecho de que el régimen permitiera la aparición de una serie de organizaciones no gubernamentales (ONG) con actividades muy variadas, también en materia de derechos humanos, aunque los servicios de seguridad las vigilaran muy de cerca.
Las potencias occidentales trataron de estimular lo que veían como un proceso de reforma a paso lento ofreciendo a Asad ayuda económica, en gran parte a través de la Unión Europea, y cierta deferencia a nivel diplomático. Asad fue invitado a varias visitas de Estado de alto perfil, incluso en Gran Bretaña y Francia, donde se le asignó un asiento de primera fila en el tradicional desfile militar del 14 de Julio en París.
En el momento en que los manifestantes se reunían en Deraa, la Administración Obama estaba preparando el terreno para la visita de Asad a Washington, mientras que los demócratas firmaban artículos de opinión elogiando al líder sirio como reformista y moderado.
El entonces presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de EEUU, John Kerry, había forjado una amistad personal con Asad, al que conoció en una serie de visitas a Damasco, donde sus respectivas esposas habían creado lazos de simpatía.
Al final, el de Asad repitió la experiencia de prácticamente todos los regímenes autoritarios que habían probado la fórmula de la reforma guiada.El hecho de que las relaciones de Asad con la Administración Bush hubiesen sido turbulentas, por decirlo suavemente, también favoreció a la imagen de Asad a ojos de la Administración Obama, que estaba construyendo una política exterior basada en un espíritu anti-Bush. (Bush había obligado a Asad a poner fin a la ocupación de Siria del Líbano, y Asad, en represalia, permitió a los terroristas islamistas atravesar Siria para que mataran americanos en Irak). Durante tres décadas, Hafez al Asad había sido el único líder árabe que se había reunido en privado con todos los presidentes de EEUU, desde Richard Nixon a Bill Clinton. El presidente George W. Bush rompió con esa tradición al no otorgar la misma distinción a su hijo Bashar.
Un régimen autoritario nunca corre más peligro que cuando intenta la liberalización. Además, lo cierto es que no todos los regímenes autoritarios tienen mecanismos eficaces para la reforma. En algunos casos hay que elegir entre reprimir la demanda popular de reformas o afrontar el riesgo de un cambio de régimen. Como sabe muy bien América Latina, mientras que la dictablanda se puede reformar, la dictadura tiene que ser derrocada.
Tras un periodo en el que, al modo de Hamlet, se preguntó si matar o no matar, Bashar al Asad se decantó por lo segundo enviando sus tanques a sofocar las protestas de Deraa. Esa fórmula ya se había intentado en 1982 en Hama, bajo la férula de su padre, el general Hafez al Asad, y había funcionado, le que había asegurado al régimen casi tres décadas de estabilidad.
Al igual que otros regímenes autoritarios árabes que se enfrentan a revueltas populares, el régimen de Asad fue, al menos en parte, víctima de sus propios y relativos éxitos.
Las décadas de estabilidad tras el fin efectivo, aunque no formal, del estado de guerra de Siria contra Israel permitieron la formación de una nueva clase media urbana, un impresionante salto cualitativo en el ámbito de las instituciones educativas y el resurgimiento de sectores tradicionales de la economía, en especial las industrias agrícolas y artesanas, que escapaban del control del Gobierno central.
Los logros de Asad en áreas como la alfabetización, la mejora de los servicios sanitarios, que ayudaron a elevar los niveles de esperanza de vida, y el acceso a la educación superior eran significativamente superiores la norma en los 22 países miembros de la Liga Árabe. Había surgido una nueva clase media urbana con aspiraciones políticas de estilo occidental, pero se vio constreñida por un sistema político tercermundista. El problema era que esta nueva clase media, políticamente inexperta, por no decir inmadura, no podía ir más allá de expresar sus aspiraciones de manera azarosa. No tenía estructura ni líderes políticos que tradujeran esas aspiraciones en una estrategia para remodelar radicalmente la sociedad siria.
Por lo tanto, al igual que otros países que habían experimentado la Primavera Árabe, por no hablar de las revoluciones europeas de 1848, la revuelta siria se enfrentaba a la posibilidad de ser derrotada por el Estado autoritario que quería reformar. Que la revuelta no lograra desarrollar una estrategia coherente creó un vacío que intentarían cubrir pronto otras fuerzas.
La primera de esas fuerzas fue la Hermandad Musulmana, el más antiguo adversario del régimen de Asad y el aparato de su Partido Árabe Socialista Baaz (Resistencia). Los Hermanos, que se habían limitado a ser meros espectadores en las primeras fases de la revuelta, y cuyos líderes estaban por entonces exiliados en Alemania, reactivaron sus células durmientes y empezaron a promover un relato sectario de musulmanes suníes contra la minoría alauita, a la cual pertenece Asad.
Paradójicamente, el régimen propició de manera indirecta el ascenso de los Hermanos por dos razones. La primera, porque esperaba que una dosis de sectarismo unificara a la minoría alauita –un 10% de la población– en torno al régimen, y que convenciera a otras minorías, sobre todo a los cristianos –en torno a un 8%–, los ismailíes y los drusos –otro 2%–, de que tendrían mejores opciones con un régimen autoritario secular que con uno islamista suní militante. Para asentar esa idea, el régimen empezó a dejar libres a un gran número de islamistas suníes militantes, entre ellos muchos de los futuros líderes del califato del Estado Islámico (o ISIS). Asad también fijó su atención en los kurdos, que suponen cerca del 10% de la población, a los cuales se había retirado la nacionalidad siria en la década de 1960. En un decreto presidencial, prometió devolverles la nacionalidad y dejó entrever mayores concesiones respecto a la autonomía de las minorías étnicas.
Al jugar la carta sectaria, Asad también consiguió más apoyo del régimen chií de la República Islámica de Irán. El chiismo no reconoce a los alauitas –más conocidos en los círculos clericales como nusairíes– como musulmanes, y mucho menos como chiíes. Sin embargo, Teherán sabía que el régimen nusairí de Damasco no le suponía ninguna amenaza ideológico-teológica, mientras que los Hermanos Musulmanes y su doctrina panislamista sí. Teherán necesitaba un régimen amigo en Damasco para asegurarse el acceso continuo al vecino Líbano, donde la República Islámica es la mayor influencia extranjera, gracias a su patrocinio de la rama libanesa de Hezbolá.
La República Islámica, que ya contaba con una importante presencia en Irak, necesitaba a Siria para completar la Media Luna Chií, a la que veía como su glacis y punto de acceso al Mediterráneo.
Incluso entonces, la lucha por Siria no se convirtió, y ni siquiera lo es hoy, en una guerra sectaria, pese a que internamente haya una guerra de sectarios. Hay otras fuerzas presentes en este complejo conflicto. Entre ellas están los disidentes del Baaz, especialmente los miembros de tendencia izquierdista que fueron reprimidos bajo Asad padre. Los restos de los distintos partidos comunistas sirios también están activos, ya que son grupos pequeños, pero experimentados, de nacionalistas árabes (naseristas).
Como casi todas las comunidades religiosas o étnicas están divididas, y algunos se alinean con Asad y otros luchan contra él, es difícil establecer unas líneas claras de demarcación sectaria. Incluso los kurdos están profundamente divididos entre sí, con el PKK, el partido kurdo turco, presente durante décadas en Siria como exiliado, que sostiene el equilibrio de poderes.
Otra complicación añadida se debe a la implicación de un creciente número de potencias extranjeras; la última en intervenir ha sido Rusia.
Ya hemos mencionado la implicación de Irán para tratar de proteger un régimen con el que nunca logró trabar una verdadera amistad. Se trató desde el principio de una alianza por necesidad, y no por voluntad propia, porque Teherán necesitaba a Damasco para dividir al mundo árabe durante la guerra de ocho años entre Irán e Irak, dado el historial de rivalidad entre Asad padre y Sadam Husein por el liderazgo del Baaz panárabe.
Asad padre sólo visitó Teherán una vez, durante unas horas, y puso un especial cuidado en imponer límites estrictos a la presencia iraní en Siria, mientras aprovechaba la generosidadiraní en forma de rebajas en el precio del petróleo, donaciones de efectivos y entrega de armas. Hasta que no llegó Basar, Siria no permitió a Irán abrir consulados fuera de Damasco y, finalmente, constituir 14 centros culturales para promover el islam chií. También fue con Basar cuando Teherán y Damasco cerraron un Acuerdo de Cooperación en Defensa, relativamente limitado, que incluía la celebración de conversaciones entre los respectivos Estados Mayores y el intercambio de información militar.
Aunque más de un millón de iraníes visitaran Siria cada año para peregrinar a la tumba de Sayida Zeinab, cerca de Damasco, casi ningún sirio ha visitado Irán, mientras que el comercio entre ambos aliados ha seguido siendo irrelevante. En una entrevista concedida poco antes de morir en combate cerca de Alepo, el general iraní Husein Hamadani recordaba cómo los altos mandos del Ejército sirio eran «extremadamente reacios» a dejar que el Ejército iraní tuviera voz en la planificación, y mucho menos en la dirección, de las operaciones militares contra los rebeldes anti-Asad. Los generales sirios habían recibido una formación secular, les encantaba beber, y consideraban a los iraníes unos fanáticos medievales enredados en ideales anacrónicos.
En 2015, sin embargo, Irán era el principal financiador del régimen de Asad. Se calcula que Irán ha invertido unos 12.000 millones de dólares en su aventura siria, lo que incluye el pago de los salarios de los empleados del Gobierno en las áreas que aún controla Asad. En el momento en que se escribe esto, Irán ha perdido 143 oficiales, de capitanes para arriba, en los campos de batalla sirios. La rama libanesa de Hezbolá, enviada a luchar a Siria por orden de Teherán, ha sido determinante para limitar las pérdidas territoriales de Asad, especialmente en la zona del sur próxima a la frontera con el Líbano y las montañas al oeste de Damasco. Los cálculos más precavidos indican que las bajas de Hezbolá en 2014 y 2015 superaron las 800, un tercio más que en la guerra contra Israel de 2006.
El guía supremo de Irán, Alí Jamenei, ha declarado públicamente que no permitirá un cambio de régimen en Damasco; ha sido el único líder extranjero que lo ha hecho.
Mientras Irán es la potencia más importante que apoya a Asad, Turquía ha surgido como la principal fuente de financiación de las fuerzas anti-Asad. En la primera década del nuevo siglo, Turquía, cuya economía experimentaba un crecimiento estable, invirtió más de 20.000 millones en Siria y convirtió Alepo y las provincias adyacentes en parte de su periferia industrial. Pese a que los críticos con Turquía la acusan de albergar ambiciones neo-otomanas de dominar Oriente Medio, es más probable que los líderes de Ankara vean el embrollo sirio como una oportunidad para resolver el problema de los secesionistas kurdos turcos asentados en territorio sirio desde la década de 1980.
Los líderes islámicos turcos moderados siempre han tenido vínculos con el movimiento global de los Hermanos Musulmanes, y están decididos a ver cómo sus aliados sirios acaban teniendo mucho que decir sobre el futuro de ese país.
Turquía ha pagado más caro que Irán su implicación en Siria. A diferencia de Irán, que no ha aceptado ni un solo refugiado sirio, Turquía ha acogido a más de 2,5 millones, lo que representa un problema humanitario y de seguridad a largo plazo en un momento en que Ankara se enfrenta a una recesión económica y a una creciente tensión social.
La decisión de Ankara de espolear a un gran número de refugiados para que fueran a la Unión Europea fue un intento de forzar a las naciones más ricas del continente a compartir parte de la carga. Tras cuatro años de presión, Turquía no ha logrado convencer a su aliado estadounidense de que apoye la creación de un refugio seguro y una zona de exclusión aérea en Siria para persuadir a algunos sirios, al menos, de que permanezcan en su país en vez de convertirse en refugiados en Turquía y otros países colindantes.
Sin embargo, la presunción iraní de que, pase lo que pase en Siria, su seguridad nacional no se verá comprometida, mientras Turquía corre un peligro directo, podría ser equivocada. El califato del Estado Islámico (ISIS) ya ha llegado a un acuerdo tácito para no acercarse a menos de 40 kilómetros de la frontera iraní con Irak, lo que indica por tanto su deseo de evitar un enfrentamiento directo con Teherán en este momento.
No hay garantías de que mantengan dicho autocontrol en un contexto de Estados fallidos en Siria y algunas partes de Irak. Las autoridades iraníes han declarado públicamente que hay unos 80 grupos armados del Estado Islámico presentes en Afganistán y Pakistán, cerca de las fronteras iraníes. La seguridad de Irán también podría verse amenazada por una implicación más intensa de varias comunidades kurdas, y de los exiliados sirios, turcos, iraquíes e iraníes en dichos países, en un conflicto regional más amplio. Un apoyo total de Irán a Asad también podría acabar con la República Islámica en el bando perdedor cuando caiga, si cae, lo que queda del régimen de Damasco.
Rusia, que también ha entrado en combate en apoyo de Asad, podría estar reconsiderando su impulsiva decisión de participar en un conflicto que no termina de comprender y en un país donde, un cuarto de siglo después del derrumbe de la URSS, tiene pocos contactos fiables.
Tres sucesos parecen haber persuadido al presidente Putin para que atempere su entusiasta postura inicial. El primero fue que el ISIS derribara un avión de pasajeros ruso, un recordatorio de la vulnerabilidad que Rusia comparte con otros países ante el terrorismo global. El segundo fue que Turquía derribara un avión de combate ruso, un recordatorio de que en una situación tan caótica como la de Siria no hay forma de garantizar que todo seguirá bajo control todo el tiempo. El tercero fue el ataque organizado por una muchedumbre partidaria del Califato a una base militar rusa en Tayikistán, presumiblemente para vengar el asesinato de una chica de la zona por un soldado ruso.
Se calcula que en Rusia viven más de 20 millones de musulmanes, practicantes o no, en su mayoría suníes y, como mínimo, teóricamente afines a la mayoría suní que lucha en Siria contra Asad. El firme respaldo de Moscú a éste podría provocar una respuesta terrorista no solo contra turistas rusos, como vimos en Sharm el Sheij, sino dentro de la propia federación.
El país más dramáticamente afectado, y tal vez de manera permanente, por el conflicto sirio es el Líbano. Han llegado a él más de 1,8 millones de refugiados sirios, lo que ha alterado el delicado equilibrio demográfico del país.
El Gobierno interino del Líbano, donde el primer ministro, musulmán suní, tiene enormes poderes ejecutivos, está deseoso por dar la ciudadanía a los recién llegados lo más rápido posible. Si los que llegan se quedan permanentemente, el Líbano podría convertirse en otro Estado de mayoría árabe suní, con los cristianos, los chiíes y los drusos representando no más del 45% de la población.
La vecina Jordania también se está viendo afectada de manera importante, en este caso en beneficio de la élite hachemí. La absorción de aproximadamente 1,2 millones de refugiados sirios, la mayoría musulmanes suníes, y de otro medio millón de refugiados iraquíes suníes diluiría la mezcla demográfica a favor de las comunidades no palestinas, entre las que destacan las minorías árabe beduina, circasiana, drusa, túrquica y cristiana, que no suponen más del 35% de la población.
El país más directamente afectado hasta ahora es Irak, que ha perdido buena parte de su territorio, y en especial su tercera ciudad más populosa, Mosul, que han pasado a ser del califato del Estado Islámico, centralizado en la ciudad siria de Raqa. A los líderes de Bagdad les preocupa pensar que las potencias occidentales puedan acabar aceptando una nueva división de Oriente Medio que incluiría la aparición de un nuevo Estado de mayoría suní compuesto por cuatro provincias iraquíes y cinco sirias.
La idea de hablar con el ISIS ya la ha considerado en Gran Bretaña el nuevo líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn, que ha sugerido que se abran canales secundarios con el califato para probar la posibilidad de establecer diálogos de paz y alcanzar compromisos. Dicha iniciativa equivaldría a un primer paso hacia el reconocimiento de un nuevo Estado suní independiente.
A Irak también le preocupa el futuro de las regiones kurdas recuperadas de manos del califato del ISIS por los combatientes kurdos de Turquía, Siria e Irak. ¿Devolverán los kurdos esos territorios a Bagdad cuando retorne la calma?
La idea de un nuevo Estado suní en el Éufrates ha dado pie a otra idea, la de un Estado para minorías como la alauita, la cristiana, los ismailí y la drusa en el Mediterráneo, extendido desde parte del Líbano hacia la costa siria, a lo largo de las montañas al oeste de Damasco. Eso cubriría más o menos la parte de Siria que los franceses denominaron durante su mandato «la Syrie utile» (la Siria útil). Rusia, otro Estado que hace poco empezó a implicarse en Siria, podría asegurarse las instalaciones aeronavales que quiere tener en el Mediterráneo en el territorio de ese nuevo Estado.
Ni que decir tiene que los kurdos, divididos en comunidades radicadas en Siria, Turquía, Irak, Irán, Armenia y Azerbaiyán (exsoviético), ya se ven afectados por el conflicto sirio. La idea de un Estado kurdo unificado nunca ha estado más presente en la mente de los kurdos de toda la región. Sin embargo, su materialización nunca ha parecido tan lejana como hoy. Varias comunidades y partidos kurdos están enfrentados en una amarga lucha por el control del discurso y la agenda kurdos, lucha que a veces está cerca de convertirse en un conflicto armado. Conscientes de los peligros que supone, el líder kurdo iraquí Masud Barzani se ha visto obligado a posponer inmediatamente su anunciado plan de declarar la independencia en las tres provincias iraquíes que controla en coalición con otros partidos.
Unidos en su lucha contra el ISIS en su propio territorio, los kurdos están profundamente divididos respecto a qué hacer a continuación; el peligro de que empleen las armas –muchas suministradas por EEUU– los unos contra los otros no se puede descartar.
El conflicto en Siria también afecta a otros países árabes y musulmanes, en parte por ser un polo de atracción para el yihadismo creado por el califato y otros grupos islamistas como Jabat al Nusra (Frente de la Victoria). Cuando esto se escribe, grupos que afirman tener vínculos con los yihadistas sirios han cometido o intentado cometer actos terroristas en 21 países de mayoría musulmana, desde Indonesia a Burkina Faso, pasando por Arabia Saudí, Turquía, Egipto y Libia. Dichos grupos también han atentado o intentado atentar en Francia, Bélgica, Alemania, Gran Bretaña y Estados Unidos.
Los Estados árabes del Golfo Pérsico ricos en petróleo han apoyado activamente a varios grupos anti-Asad. Pero también corren el peligro de repetir su desastrosa experiencia en Afganistán, cuando ayudaron a los yihadistas a luchar contra los comunistas locales y sus patrocinadores soviéticos para acabar teniendo a los talibanes y Al Qaeda.
De hecho, varios líderes yihadistas llevan medio siglo soñando con hacerse con el control de al menos un país árabe rico en petróleo que sea capaz de asegurar los recursos económicos para su estrategia de conquista global.
A finales de este mes se celebrará en Génova una nueva conferencia internacional sobre Siria. En el orden del día figura un plan para compartir el poder, una nueva Constitución y unas elecciones generales supervisadas por la ONU en un plazo de dos años. En un principio, el plan iba a ser desarrollado en 2012 por un think tank con sede en Nueva York y transmitido a Asad a través de dos destacadas figuras políticas libanesas. Asad lo recibió con cautela. El plan también contaba con el apoyo del Consejo de Seguridad Nacional de la Administración Obama. Sin embargo, en el último momento el presidente Obama lo vetó y declaró públicamente que Asad tenía que marcharse.
Si el plan tenía una ligera posibilidad en 2012, hoy no tiene prácticamente ninguna. La razón es que nadie es del todo responsable de su propio campo en Siria, asumiendo que uno podría descubrir campos fácilmente reconocibles capaces de actuar como entidades diferentes.
Siria nunca había sido un Estado como entidad diferenciada hasta que el Mandato Francés, experimentando con al menos cinco versiones, la convirtió en uno tras la Primera Guerra Mundial.
Para 2011, cuando Deraa desencadenó la revuelta nacional, Siria se había convertido en un Estado nación formal con sentido de identidad siria (sariana, en árabe) que nunca antes había existido. Esta sariana se manifestó en la literatura, el cine, la televisión, el periodismo de Siria y, sobre todo, en la versión del árabe que la gente habla a lo ancho y largo del país.
Con el colapso del Estado sirio, que ahora controla precariamente en torno al 40% del territorio nacional, y la intensificación del conflicto con todos sus inevitables trasfondos sectarios, ese sentido de sariana se ha visto muy afectado, y en las zonas bajo control del califato del ISIS es señalado como el enemigo número uno. La Siria de hoy es un mosaico de emiratos, grandes y pequeños, que coexisten o luchan en el contexto de una economía de guerra y un énfasis en las particularidades locales, étnicas y religiosas. Muchos de estos emiratos han desarrollado un sistema de coexistencia que les permite dirigir las comunidades bajo su control y guiarlas en diferentes direcciones. En la mayoría de los casos, la dirección elegida es hacia lo que se vende como «puro islam mahometano», en una multiplicidad de formas. Pero en algunos pocos casos, para gran sorpresa de muchos, también hay en marcha tímidos experimentos con el pluralismo y la democracia.
Hoy, el desafío no es rescatar, mediante ardides diplomáticos, una Siria que en buena medida ha dejado de existir, sino ayudar a crear una nueva. Ese es un reto que, sin embargo, nadie parece querer o ser capaz de afrontar.
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