Ayer el Parlament votó en contra de una resolución vinculada a la solidaridad internacional. Se debatió en comisión, y su finalidad era la defensa de las víctimas, el fin de la ocupación, el boicot a los opresores y el resto de las buenas intenciones. ¿Qué pasó, si todo era bonito, politically correct y estaba enmarcado en la lógica progresista de unos partidos y un Parlament que se preocupan por las víctimas del mundo?
¿Víctimas del mundo? Así debía ser, y por ello me puse rauda a leer la propuesta buscando desesperadamente alguna mención a las víctimas masacradas por Daesh. Quizás las jóvenes a las que les han arrancado la piel por no ir tapadas integralmente. Quizás las pequeñas nigerianas sistemáticamente violadas por Boko Haram. Quizás unos pocos cristianos perseguidos, homosexuales despeñados, pueblos gaseados…, nada. Entonces pensé que debía de ser una propuesta contra los financiadores de esta maldad totalitaria y busqué ilusionada las peticiones de boicot de la propuesta. ¿Pedirían el boicot a Qatar, y por el camino exigirían limpiar la camiseta del Barça? Quizás pondrían el acento acusador en Arabia Saudí, que va condenando a muerte a los opositores mientras financia el integrismo salafista en todo el mundo. O puede que la proposición, en un alarde de conocimiento geopolítico, se planteara el boicot a Turquía, que se forra con el petróleo de los yihadistas, permite que su frontera sea porosa para el Daesh y, por el camino, aprovecha el lío para masacrar a los kurdos. O incluso era posible que la propuesta planteara el boicot a Irán, simpático país que, aparte de represión, lapidación y etcétera, financia a las familias palestinas que envían a sus hijos a convertirse en bombas. O a Yemen, donde es legal casar a las niñas de nueve años. O…, pero nada.
Incluso, dotada de una ingenuidad alarmante, busqué la posibilidad de que la propuesta planteara el fin del terrorismo en Palestina y exigiera la voluntad de las partes de aceptarse como vecinos. Y, por supuesto, pidiera el boicot a los líderes de Hamas, convertidos en multimillonarios gracias a explotar financieramente su causa, mientras envían a su pueblo a la guerra eterna. Eterna y por supuesto santa.
Pero no. Resulta que sólo hablaba del boicot a Israel –a sus gentes, productos, medicinas, inventos– con el simplismo clásico de los ignorantes habituales, que reducen el conflicto árabe-israelí a cuatro esquemas maniqueos. Buenos palestinos y malos israelíes, y a ponerse la medalla del buen progre. Es decir, el mundo está sembrado de opresores brutales, de terrorismos macabros, de ideologías totalitarias y de miles de víctimas de todos ellos. Pero para estos solidarios de bolsillo sólo existe Israel, país que mantiene una democracia a pesar de sufrir una permanente situación de guerra.
En fin, lo llaman solidaridad, pero es un simple, viejo, atávico odio.
Mejor eplicado imposible.