El terrorismo islámico nos ha declarado la guerra santa. Pretende someter a la ley islámica a los judíos y cristianos que considera infieles y a los musulmanes moderados, que desprecia por apóstatas. Combate contra el mundo occidental y sus valores. Esos valores de respeto a los derechos humanos, libertad de culto y tolerancia que, paradójicamente, obran como una barrera para obnubilar su discernimiento acerca de lo que está ocurriendo.
Occidente no puede creer ni quiere aceptar que está inmerso en una guerra religiosa que le es impuesta. Prefiere seguir aferrado a estereotipos simplistas que le atribuyen la causa del terrorismo islámico a la falta de un Estado palestino y al surgimiento del Estado Islámico.
Eso explica el consenso internacional existente respecto a la necesidad de presionar a Israel para crear un Estado palestino. A pesar que los hechos ya demostraron que, las concesiones territoriales sin compromisos a cambio, en lugar de aplacar al extremismo islámico, lo estimula. En 2005 Israel se retiró por completo de Gaza, tal como el mundo le sugería. Los islamistas tomaron el poder y convirtieron la Franja en un Estado islámico. En su feudo se les corta las manos a los ladrones, se persigue a los homosexuales, se somete a las mujeres y se genera el más despiadado terrorismo. Cabe precisar que existe un bloqueo marítimo, pero fue una medida posterior para intentar prevenir el aprovisionamiento y permanente lanzamiento de misiles, sobre la población civil israelí.
Cuando estalla un atentado de proporciones en su propio suelo, los gobernantes occidentales demuestran su confusión. En medio del pánico y del caos, entre los cuerpos de decenas de víctimas inocentes y cientos de heridos, atinan a señalar que el origen de la barbarie se encuentra muy lejos de su hogar. A pesar que todos los indicios demuestran lo contrario, le atribuyen la causa de todos sus males al lejano Estado Islámico.
Francia, luego de ser sacudida por los brutales atentados terroristas, tomó la medida de enviar aviones de guerra a bombardear al Estado Islámico. La misma reacción tuvo la conmocionada Bélgica. Reafirmando esa postura, el Secretario de Estado norteamericano John Kerry declaró que la coalición internacional contra el Estado Islámico prevalecerá y que «tendremos éxito destruyendo a ISIS y recuperando una sensación de tranquilidad y paz en las sociedades que persiguen exactamente eso en su vida diaria».
¿Debemos creer, como sostiene Kerry, que una vez vencido el Estado Islámico obtendremos el estado idílico al cual hace referencia? Definitivamente no. El Estado Islámico, más que esparcir a los islamistas fanáticos por el mundo, los recluta y absorbe. Todos recordamos el impactante video de la decapitación de un rehén a manos del verdugo John, un programador informático británico originario de una familia londinense de clase media.
Los perpetradores de los atentados en Francia y Bélgica no provinieron de un lugar lejano. Por el contrario, todos eran de nacionalidad francesa y belga. Surgieron de las comunidades y barrios musulmanes donde recibieron esa educación y esos valores. Esos verdaderos guetos son impenetrables para la población en general e incluso para la policía. Ése es el semillero de donde brotan, regados por la incitación al odio y la intolerancia, los yihadistas.
De esa misma fuente abrevó el terrorista islámico vernáculo Carlos Peralta, que apuñaló por la espalda a David Fremd por su condición de judío. Si bien el Ministro del Interior, Eduardo Bonomi, se apresuró a descartar cualquier vínculo del homicida con otras organizaciones, en Israel, sólo unas horas antes, se habían cometido tres crímenes bajo la misma modalidad, como parte de la ola de atentados de ese tipo denominada “Intifada de los Cuchillos”.
El gobierno, para darle tranquilidad a la población, le atribuyó artificialmente a crímenes idénticos causas completamente diferentes: mientras en el Medio Oriente existe un problema político, acá sólo se trató de un “loco suelto”.
Es cierto que los terroristas palestinos tienen mayores incentivos. Son considerados mártires, honrados y glorificados por su gobierno y sociedad. La Autoridad Palestina, que recibe cuantiosos fondos de todo tipo de organizaciones de solidaridad, destina 100 millones de dólares anuales para pagar compensaciones económicas a las familias de los suicidas. Sin embargo, nadie parece tener la lucidez para preguntarse cómo un sanducero solitario logra dominar el idioma árabe y convertirse al Islam sin contacto alguno con el exterior.
Nuestro gobierno, como sus pares europeos, optan por trasladar el centro de gravedad del peligro que nos acecha lo más lejos que pueden. Pero la terca realidad indica que el problema no está en los territorios palestinos ni en el Estado Islámico, sino que es intestino.
Hay una ideología totalitaria que se propaga a través de la educación, la cultura y los valores en forma de religión. Una corriente “religiosa” que incentiva el odio y ordena ejecutar a los infieles, santificando la violencia, el martirio y la muerte. Se enseña en las mezquitas y escuelas de las comunidades musulmanas, y se difunde gracias a la tecnología moderna a través las redes sociales a nivel global.
El respeto a la libertad de expresión y de culto es un límite que las democracias no han sabido sortear para diferenciar el debido respeto a todas las ideas y el necesario combate a los extremismos que las amenazan.
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