Tiempo atrás, la triste fotografía de Aylan Kurdi, un niño sirio-kurdo de tres años de edad ahogado a la orilla de Turquía, provocó un gran shock, un espasmo de conciencia internacional y aceleró los planes europeos para dar respuesta a una ola de inmigrantes-desplazados como no se ha visto desde la Segunda Guerra Mundial. Esta vez, esta masa humana desplazada nació de los conflictos del Medio Oriente, especialmente de Siria e Irak, países en los que el accionar violento del ISIS, la represión del régimen Assad y la expansión de caos y terror ha impactado de lleno en las poblaciones civiles locales. Sumado a eso está el endémico problema de desocupación y el legendario despotismo en tierras árabes y africanas. En la primera mitad del año pasado solamente, conforme informó la Organización Mundial para las Migraciones, más de 600.000 desplazados arribaron a Europa; más de tres mil de ellos murieron en el mar Mediterráneo al intentar llegar a sus costas.
Ankara fue en parte responsable de la tragedia del niño sirio-kurdo ahogado y de sus demás parientes. La familia había pedido asilo en Canadá por medio de una pariente, la ONU se negó a registrar a la familia como refugiados en tanto que el gobierno turco no les concedió visados de salida (ya que no tenían pasaportes), entonces la solicitud de asilo en Canadá no pudo prosperar. Sin opciones legales, la familia hizo lo que decenas de miles de refugiados en Turquía han hecho: abordó un precario barco en dirección a la isla griega de Kos. El barco se hundió a unos treinta minutos después de que se puso en marcha. Aylan, su hermano Ghalib, su madre Rehan, y muchos otros se ahogaron.
“En esencia”, observó Tarek Fatah, del Congreso Musulmán de Canadá, en The Toronto Sun, “es la historia de una familia kurda que huyó de un país árabe después de un ataque islamista y se refugió en la frontera con Turquía, un país conocido por su hostilidad hacia su propia población kurda”. En palabras de la tía del niño en Vancouver, quien pidió asilo en nombre de su familia, el tratamiento que recibieron en Turquía fue «horrible». Pero en lugar de apuntar a los responsables más visibles en este drama -el régimen de Assad en Siria, los turcos, ISIS, Arabia Saudita y Qatar- la opinión pública castigó a Canadá y a Europa.
Ciertamente, en medio de este maremoto humanitario tardó bastante en surgir una pregunta evidente: ¿por qué no fueron asilados los desplazados en los países del golfo árabe? Esto cobraba sentido pues estos están entre los países más ricos del orbe, algunos de ellos gozan de una gran extensión territorial y todos ellos son próximos a las zonas de conflicto. Es raro que la opinión pública mundial haya presionado a los europeos a encontrar la manera de dar respuesta a esta crisis y haya esperado casi nada de los propios árabes, que son en última instancia los creadores de esta crisis grave.
Un mes y medio después de la tragedia de la familia Kurdi, el horror se repitió cuando una barcaza de madera con treinta y nueve refugiados a bordo chocó contra otro barco. Como resultado murieron siete personas, entre ellas cuatro niños. La fotografía de un buzo sacando del agua el cuerpo de una chica ahogada potenció la sensibilidad global acerca del padecimiento de estos emigrados, de los cuales, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), el 68% son hombres, el 13% mujeres y el 19% son niños. El 54% de ellos tiene nacionalidad siria.
En cuanto a estos refugiados sirios puntualmente, Federico Gaón señalaba en Infobae que no tendrían barreras idiomáticas en el Golfo y si bien es cierto que el alto conservadurismo de las sociedades de esos países podría complicar su integración, sería menos traumática que en una Europa culturalmente arreligiosa. En Turquía ya hay casi 2 millones de refugiados sirios. El Líbano alberga a 1,1 millones de desplazados, cifra que representa un 25 % de la población total del país. Jordania da lugar a casi seiscientos treinta mil desplazados, que representan casi el 8 % del total de la población. Tras ofrecer esos datos, sugería este periodista que Ankara, Beirut y Amán tienen derecho a esperar que las naciones árabes del Golfo Pérsico asuman su parte de responsabilidad.
La mayor parte de los refugiados están huyendo de situaciones de terror en todo el norte de África y Oriente Medio, pero sobre todo de la guerra civil siria que está ahora en su quinto año. La inacción europea y estadounidense ante la crisis siria terminó pasando factura a Occidente. El resultado de no actuar a tiempo, ha sido la peor catástrofe humanitaria del siglo XXI. Lo que comenzó como un levantamiento contra Bashar al-Assad se ha convertido en una guerra civil cada vez más virulenta que ha convocado la intervención de Rusia e Irán en el terreno. Facciones islámicas radicales se han multiplicado y el ISIS halló un refugio desde el cual propagarse. Más de doscientos mil sirios han sido asesinados y millones desplazados dentro del país o en campamentos en los países vecinos. “Así se ve el mundo cuando Occidente abandona su responsabilidad de mantener el orden mundial” lamentó The Wall Street Journal.
Una conclusión política obvia es que mientras que la intervención tiene riesgos, también los tiene la inacción. “La diferencia es que en situaciones de intervención, Occidente puede dar forma a los acontecimientos, usualmente para mejor, en lugar de limitarse a hacer frente a las consecuencias de no hacer nada” decían los editores del WSJ. La marea humana de la guerra de Siria está ahora inundando las costas de Europa, forzándola a aceptar refugiados, entre los cuales, sin duda alguna, ISIS intentará infiltrar terroristas, lo que empeorará la situación de seguridad continental.
La mirada humanista no admitirá otra consideración que la compasiva. La lectura geopolítica de esta emigración de masas trasciende esas demandas de compasión, que son fáciles de pronunciar pero que tienen implicancias sobre los países anfitriones. Tal como apuntaba Natalio Steiner en un editorial en Comunidades:
“Nada se les puede reprochar a las personas que buscan huir de su país azotado por las tragedias de la guerra, las hambrunas y la falta de futuro pero tampoco se le puede pedir a Europa -que tiene sus responsabilidades coloniales en la hecatombe- [que] se haga cargo casi en forma exclusiva del tema, dado que la masiva y simultánea llegada de tal masa de migrantes generará la fragmentación social, cultural y religiosa de los países anfitriones y en 50 años Europa se transformará en Eurabia, tal como lo pronosticara la fallecida periodista, Oriana Fallaci… No se trata de oponerse a la recepción de víctimas. Los judíos hemos sido víctimas de las persecuciones, pero tampoco se puede caer en la ingenuidad de pensar que el tema debe ser resuelto sólo por el mundo desarrollado”.
Esto cobra especial sentido al considerar que actualmente hay sesenta millones de desplazados en el planeta, un tercio de los cuales son refugiados que huyen de situaciones de violencia.
El filósofo Fernando Savater buscó balancear la responsabilidad de proteger a exiliados perseguidos con la legítima razón de negarse a ver a Europa desbordada por una inmigración descomunal y culturalmente diferente. Él sugería distinguir entre aquellos que huyen de una situación de persecución o guerra, de aquellos que emigran por razones de bienestar económico, y postulaba que a los primeros debe acogerse, más a los segundos se les debe instar a permanecer en sus naciones para fomentar un proceso transformador que, con su propio esfuerzo y talento, los europeos ya hicieron, y los árabes y africanos aún deben realizar. Savater alegaba que sin una resolución raigal en el lugar de origen -cuyo caos, inestabilidad, corrupción y represión expulsan continuamente a los nativos de África y Medio Oriente-, sencillamente el éxodo nunca terminará y en algún punto Europa deberá bajar la barrera. Alemania -la nación más abierta a recibir a estos inmigrantes- por caso, ya ha comenzado a discernir entre los exiliados políticos y los emigrantes económicos.
“Esta crisis”, sintetizaba el historiador Walter Russell Mead, “es resultado de la insuficiencia del Oriente Medio para lidiar con la modernidad y del fracaso de Europa para defender sus ideales”. Según observaba este académico, estamos presenciando una crisis de dos civilizaciones, pues tanto el Medio Oriente como Europa enfrentan problemas culturales y políticos profundos que no pueden resolver. “La intersección de sus fracasos y deficiencias ha hecho esta crisis mucho más destructiva y peligrosa de lo que debía ser, y lleva consigo el riesgo de una mayor inestabilidad y más guerra en una espiral cada vez mayor” sentenció.
Ante la realidad desgarradora de estos desdichados que huyen del estancamiento económico, de la persecución religiosa y del asfixio político, la conciencia pública mundial se ha conmovido y la familia de las naciones ha reaccionado. Es de esperar que se consensue una solución urgentemente pues, con todo lo impactante que el panorama se ha mostrado, cabe tener presente que, en palabras de Russell Mead, esta puede ser “la primera crisis migratoria del siglo XXI, pero es poco probable que sea la última”.
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