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| viernes noviembre 22, 2024

Del 11-S a los atentados en Bélgica, la cadena de la desgracia del mundo árabe

El trágico derrotero de los pueblos que prefieren la victimización y el martirio en la apuesta del regreso a un pasado idealizado en vez de analizar sus propios problemas y desafíos hacia el futuro.


Ante la desgracia y el infortunio actual de los pueblos árabes islámicos, hay quienes han perdido la esperanza y piensan que los árabes se encuentran en un callejón oscuro del que no son capaces de salir, lo cual empeora y profundiza su situación.

Este juicio enquistado en la calle árabe es compartido por un ala extremista del pensamiento moderno formada desde sectores nacionalistas decepcionados, antiguos militante de izquierda y hasta liberales laicos agobiados por los hechos que se suscitan profundizando la crisis que comenzó para los pueblos árabes una mañana del 11 de septiembre de 2001.

En noviembre de 2015 el Estado Islámico perpetró múltiples atentados en París

Desde ese punto de vista, la regresión es tan generalizada que se condena la idea misma de renacimiento de manera retrospectiva, ya que no solo se habría saldado con un fracaso sino que además habría sido una anomalía de la historia, abocada de antemano a no tener futuro. Pero todos los intentos por sacar a los árabes de su situación -en particular del nacionalismo- no han hecho más que agudizar y agravar el problema.

Algunos desencantados radicalizados han llegado incluso a interiorizar los esquemas culturalistas. La variante más voluntarista sostiene, siguiendo a los conservadores occidentales, que el cambio y la democracia solo pueden ser aportados por esa corriente, sin caer en la cuenta que por esa vía solo se logra agravar las frustraciones, mantener despierta la victimización y la cultura de la muerte de quienes asesinaron en París y Bruselas, y continúan asesinando en Siria para, de ese modo, mantener perenne esa desgracia sin tener en cuenta que son los propios árabes quienes deben salir del marasmo y el desastre en el que están inmersos.

Estos últimos creen que el empeoramiento de la situación es bueno para ellos. Ya se sabe de quienes se trata son: los islamistas yihadistas que, llevados por sus ideas mesiánicas, no ven en el infortunio árabe más que un mal trago inevitable, pero no tan malo al fin y al cabo, puesto que puede servir para ganar el paraíso con sus cuarenta huríes (vírgenes) a la espera de ese curioso «Gran Atardecer» que no está pensado como un salto hacia el futuro, al contrario del original marxista, sino como una vuelta a la pureza original de la religión, aunque hubiera que buscarla en la noche de los tiempos.

Tres terroristas atentaron en marzo pasado en el aeropuerto internacional de Bruselas. Dos detonaron sus explosivos, mientras que uno escapó

Como pensamiento estructurado, el islamismo yihadista está lejos de ser la ideología dominante, aunque no por ello deja de ser un peligro verdadero con una poderosa capacidad de convocatoria por ser la única corriente que ofrece una vía de escape al estatuto de victimas que los árabes se complacen en alimentar, pero que el islamismo yihadista no deja de alentar.

La victimización va mas allá del «¿por qué nos odian?» con que los árabes creen tener derecho a oponer frente a la pregunta que se hicieron los norteamericanos aquella mañana del 11 de septiembre de 2001.

El culto de la víctima plantea que los árabes son el primer blanco de Occidente, lo cual lleva a subestimar a los demás pueblos del mundo y a la historia moderna. Sin embargo, son víctimas por excelencia de sus propios gobiernos árabes que los han utilizado y los utilizan por años, no saben o no pueden librarse de los regímenes que los someten, aun cuando la suerte a la que los lleva su dirigencia favorece la propensión a comulgar con el culto de la victimización, pues ella es el precio de la derrota de lo universal. Y la aparición de ese culto que celebran hasta el infinito los medios árabes solo ha sido posible porque la ideología del momento acarrea el rechazo de lo universal, de no ser así, los árabes no aceptarían el yihadismo.

En honor a la verdad, ideología es una palabra excesiva. De hecho, «se trata del maridaje de los restos del nacionalismo árabe que, precisamente por estar fosilizados, se han desligado de sus inspiraciones universalistas iníciales, y un nacionalismo islámico que, por su parte, pretende explícitamente desmarcarse de lo universal, incluso suplirlo y/o eliminarlo».

Hay algo en la cultura de la muerte que sin duda la explica. No se trata de un elemento invariable en el Islam ni de un sustrato de «la arabidad», sino del espectáculo de sangre por sangre, al menos para que ella consuele a falta de la posibilidad de vencer. La sangre debe ser la los demás, claro está, y en los últimos años por no ir más lejos lo vimos emerger en el ataque a la revista Charlie Hebdo en París, y continuar un año después en operaciones terroristas masivas nuevamente en París y Bruselas. Así, prevalece una visión religiosa del mundo, incluso una visión de la religión como sistema de crueldad, incluso si esa sangre que se busca derramar fuera de los propios árabes; como diría Nietzsche: Entendámonos, no es la idea de sacrificio la que está en tela de juicio. Está en la base de todas las luchas humanas desde los albores de la historia. Los árabes no son una excepción, y ese es el verdadero sentido de la yihad entendida «cómo y para la guerra» -pues también existen formas pacíficas de la yihad-.

La guerra civil siria dejó al país prácticamente en ruinas, con saldos alarmantes de muertos y refugiados

En el siglo XX, los combatientes palestinos se hacían llamar fedayines (los que pagan con su vida) y antes que ellos, los nacionalistas egipcios que combatían a los británicos en el Canal de Suez. No es cuestión de terminología en el nuevo yihadismo, para el que «la muerte no es ya el precio posible o incluso probable, sino el medio indispensable para alcanzar el fin tan ansiado, cuando no un fin en sí mismo». Esa ha sido la explicación que en uno de sus discursos de 2015 ha declarado Ali Khamenei, el guía espiritual de la República Islámica de Irán, cuando habló del sacrificio de los árabes para vencer a Israel.

Esta visión de la Yihad guerrera, que encarna en la figura del istichadi («el que pide y persigue el martirio») no tiene más antecedente real en la postura islamista que «el de la secta» de los criminales.

En la época contemporánea, había que esperar la revolución iraní para verla en acción. Es en primer lugar persa chiita y se dejo ver en los años ’80 en la guerra entre Irán e Irak, donde las oleadas humanas de voluntarios detuvieron el avance de divisiones blindadas iraquíes antes de lanzarse al asalto de las líneas de defensa enemigas. Y se observo el mismo patrón de conducta luego en Líbano, aunque de manera más individualizada, en forma de coches bombas conducidos por suicidas y dirigidos contra intereses Occidentales y vehículos militares israelíes.

Si ese método radical y extremo fue eficaz contra los norteamericanos y los franceses, mucha más decisiva ha sido incluso la participación de partidos laicos en ese tipo de operaciones suicidas porque copiaron esa simbología para derramar sangre y adorar el Tótem del istichadi. Esta simbología del chiismo iraní, rápidamente se extendió a la guerra civil en Siria e Irak a partir de los levantamientos islamistas de lo que se dio en llamar -con total desconocimiento y sin fundamento alguno- «primaveras árabes». Y deja ver el estado de cosas al que las creencias sectarias y violentas han encaminado a los movimientos terroristas en sus ansias de derramar sangre, sea esta de los que consideran sus enemigos o incluso de sus propios hermanos.

Sin embargo, habría que seguir rechazando a Huntington y recordando a Levi- Strauss. Si fuera posible interpelar en términos académicos a los protagonistas de la «guerra contra el terrorismo» y a los «yihadistas contra los cruzados», esta debería ser probablemente la consigna para un nuevo universalismo.

Rechazar a Huntington puede resultar lo más difícil en un momento en que, ambas energías se esfuerzan en cultivar la diferencia. No olvidar a Levi-Strauss significa tener presente que la «civilización» no es un grado y no se pueden plantear desde ese punto de vista de jerarquías naturales; pero que además, la humanidad es una desde el momento en que reposa sobre un fondo antropológico común. Dicho de otro modo, no tiene sentido hablar de un «choque de civilización», no más en todo caso que pretender clasificar los pueblos en función de su adhesión a una fe, sea musulmana u otra.

Pero hay que rechazar a la vez el pragmatismo que intenta legitimarse en el culto a la víctima: «si no es aceptable que el fin justifique los medios entre los poderosos, tampoco lo es que lo justifique entre las víctimas. Para ello, es preciso renunciar a las justificaciones esencialistas, manifiestas en el silencio que envolvió el prolongado asunto de los rehenes occidentales en Irán en su tiempo o en la complacencia hacia la fatwa contra Salman Rusdhie y aceptar la idea de que los valores democráticos se han convertido en un patrimonio común de la humanidad.

La percepción desesperada del pensamiento y de la cultura árabes aferrados al inmovilismo y al fanatismo ha dificultado la visión de ciertos fenómenos que podrían preparar la salida de la crisis. Sin embargo, no se trata de ser del todo optimista, pues el mundo árabe sigue prisionero de un funcionamiento político y social que, en el mejor de los casos deja a la diversidad expresarse aunque sin jamás permitir que se traduzca en cambios en los procedimientos de tomas de decisión.

Así las cosas, es evidente que las estructuras económicas y políticas bloqueadas por las relaciones de fuerza internas representan un factor determinante de paralización. Tampoco hay que infravalorar los obstáculos sociológicos, aunque sin inferir de ello una imposibilidad antropológica. Como ya se vio, la historia del islamismo arabista contradice esta visión culturalista. La ausencia de vínculos entre la cultura creativa y la cultura social es igualmente preocupante. Y quizá sea ahí donde haya que buscar soluciones, aprovechando la fuerza de arrastre de los nuevos medios de comunicación en el desarrollo cultural, así como la de la cultura en el desarrollo económico duradero.

Sin duda, resultaría excesivamente ambicioso prever un final a corto plazo de «la cadena de la desgracia». El deficiente desarrollo árabe ha empeorado demasiado como para aspirar a la felicidad inmediata, el agravamiento que trae el yihadismo radical y su delirio del Califato islamista en Siria e Irak, no permite postular un despertar árabe rápido.

Pero nada, ni la dominación extranjera real o imaginaria, ni los vicios estructurales de las economías, menos aún la herencia de la cultura árabe, impiden buscar la posibilidad de un equilibrio a pesar de las pésimas condiciones del presente. Para lograrlo es preciso que los árabes abandonen la quimera de un pasado inigualable para enfrentarse por fin a su historia real y serle fieles algún día.

 

 
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