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| viernes noviembre 22, 2024

El día que me enteré que soy judío


Con 60 años recién cumplidos, acabo de descubrir, casi por casualidad, que soy de origen judío. Me lo dijeron cuando estaba tramitando un pasaporte español para mis hijos. Mi abuelo materno, Petronilo Escudero, era español; español y recontra católico. Pero Escudero -ahí estaba la sorpresa- es un apellido sefardí, tal como se llama a los judíos que vivieron en la Península Ibérica hasta fines del siglo XV. También son sefardíes (o sefarditas) sus descendientes, no importa el país en el que vivan.

Después de enterarme de la novedad me zambullí en Internet para chequear el dato. A los cinco minutos ya no quedaban dudas: provengo de una familia judía. Mi primera reacción fue pensar: wow, esto es fuerte. La segunda, inmediata, fue un sentimiento visceral de orgullo. Como que dejaba de ser «uno más» (con perdón de todos «los demás») y pasaba a integrar un grupo selecto. Aunque me estaba metiendo en la raza casi por la ventana, ya me veía y sentía parte del pueblo elegido, parte del pueblo en cuyo seno nació Jesús.

Un par de días después llamé a mi amigo Santiago Kovadloff, que, como sabemos, es bueno en todo, y especialmente en su judaísmo. Le conté la noticia con un poco de miedo. Miedo a que desbaratara mi ilusión con argumentos étnicos, históricos, religiosos. Pasó todo lo contrario. Me confirmó que Escudero (al igual que otros cientos de apellidos de origen español que pueblan la Argentina) es «inequívocamente judío», y que, como la condición de judío se hereda por línea materna, en mi caso no había dudas. «Carlos, querido amigo, podés sentirte orgulloso. Para la tradición judía, sos judío.»

La conversación con Santiago me deparó una sorpresa más. Le dije que el apellido de mi abuela materna, también española, era Mascías. «¡Mascías! -se sobresaltó-. Es un apellido judío. ¿Sabes qué significa? Nada más y nada menos que «el Mesías». Estoy conmovido. Imagino cómo estarás tú, que acabas de descubrir un fragmento central de tu identidad.»

Lo increíble es que, de pronto, empecé a ver «judaísmo» en toda mi historia. Comenzando por los nombres de mi familia. Mi padre, Juan Carlos María, y mi madre, Marta; mis hermanas, María Marta, María Inés, María Isabel y María Ana; mi mujer, María Marta, y mis hijos, Benjamín, Magdalena, Juan Manuel, Lucía y Felipe: si no me equivoco, todos o casi todos son de origen judío.

También mi carrera periodística está marcada a fuego por el mundo judío. En 1991 me tocó cubrir para LA NACION, desde Israel, la segunda guerra del Golfo Pérsico, que enfrentó a una alianza de países liderada por Estados Unidos con el Irak de Saddam Hussein. Yo estaba basado en Jerusalén, pero me movía por todo el país. Fueron 40 y pico de días que partieron mi vida en dos. Por un lado, en lo profesional se trató de la cobertura más exigente y fascinante que haya tenido. Por otro, nadie queda igual después de haber vivido cinco semanas en Jerusalén, en Tierra Santa, con el paisaje cotidiano del Monte de los Olivos, el Santo Sepulcro (varias veces asistí allí a misa), el Muro de los Lamentos, la mezquita de Al-Aqsa.

A aquella experiencia no le faltó nada para ser inolvidable: mi quinto hijo, Felipe, se adelantó varias semanas a la fecha de parto y nació mientras yo iba en vuelo a Roma, desde donde tenía que tomar un avión a Tel Aviv. Festejé solo y llorando mientras caminaba por las calles de la Ciudad Eterna. Conocí a Felipe 47 días después, en Ezeiza.

Un año más tarde, el 17 de marzo de 1992, la embajada de Israel en Buenos Aires estalló por los aires, atentado que dejó 22 muertos y 240 heridos. La explosión me sorprendió cuando acababa de almorzar en el diario, a unas 12 cuadras. Salí disparado a la calle Arroyo. Me topé con una escenografía de guerra similar a la que había visto en barrios de Tel Aviv alcanzados por los misiles Scud. En medio del polvo, la destrucción, la muerte, en la esquina de Arroyo y Suipacha encontré a Jorge Cohen, entonces jefe de prensa de la embajada, con su traje hecho harapos. Lloramos juntos y abrazados. Me contó que estaba dentro de la embajada en el momento del ataque, y que había salvado su vida de milagro gracias a que volvía caminando a su despacho. La zona que acababa de dejar, dos pasos atrás, se derrumbó a sus espaldas.

Pero este Manuscrito no puede terminar con una nota triste. La del pueblo judío es una historia de superación, hazañas y epopeyas. Ahora puedo decir esto con orgullo. Esa historia ya forma parte de mi álbum familiar.
 
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