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| jueves noviembre 21, 2024

¿Trato hecho? El desastroso legado iraní de Barack Obama (1)


 

Todas las Administraciones son cortas de miras. Incluso las personas más brillantes y reflexivas pueden desarrollar visión de túnel cuando se unen a las burocráticas filas del Consejo de Seguridad Nacional y del Departamento de Estado, donde se despacha una crisis por minuto. Cuando el presidente se obsesiona con un asunto, como Barack Obama con el Plan de Acción Integral Conjunto, él y sus asesores tienden a apreciar menos las posibles consecuencias indeseadas de sus actos. Por supuesto, con un presidente que ha sido tan discordante con gran parte de la política exterior estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial, es difícil separar las consecuencias deseadas de las indeseadas. Dada la cantidad de personas inteligentes en Washington que han apoyado el acuerdo nuclear, que no están ciegas ante la nefasta conducta de Irán y no quieren lastrar a Washington en Oriente Medio, es posible que el presidente, como muchos otros, no fuera capaz de ver cómo se circunscribiría el acuerdo a la acción estadounidense. Pero, sin duda, ahora está claro que si el próximo presidente pretende restablecer la primacía estadounidense en el extranjero, o simplemente recuperar cierta capacidad de coacción sobre los adversarios en Oriente Medio, él o ella tendrán que estar preparados para ver a los iraníes abandonar el acuerdo nuclear. Derrotar al Estado Islámico es probablemente imposible mientras Washington sea rehén del acuerdo. Por desagradable que sea aceptarlo, ahora sólo hay un candidato a la presidencia que podría abandonar el logro definitorio de Obama en política exterior, desafiar las ambiciones regionales de la República Islámica y destruir el califato de Abu Bakr al Bagdadí: la exsecretaria de Estado Hillary Clinton.

Aunque el presidente Obama y el secretario de Estado, John Kerry, se apresuren a negarlo, el acuerdo nuclear ya se ha convertido en una camisa de fuerza. Sólo hay que observar los torpes titubeos para responder a los planes rusos de vender al régimen clerical aviones de combate y cazabombarderos modernos, que vulneran el acuerdo y burlan los plazos para la venta de armas convencionales que quedaron al margen en las negociaciones nucleares.

Y observemos las sanciones menores impuestas a Teherán por sus últimas pruebas con misiles balísticos, que cuestionan la credibilidad de las restricciones temporales del acuerdo a lasambiciones atómicas de los mulás. Anteriormente había existido una prohibición general de investigar con misiles con capacidad nuclear, bajo la Resolución 1929 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: “Irán no deberá llevar a cabo actividad alguna relacionada con misiles balísticos capaces de transportar armas nucleares, incluidos los lanzamientos que utilicen tecnología de misiles balísticos”. Ese redactado se cambió en la Resolución 2231, que ejecutaba el Plan de Acción Integral Conjunto: “Se exhorta a Irán a que no emprenda ninguna actividad relacionada con los misiles balísticos diseñados para poder ser vectores de armas nucleares”. Kerry y el embajador Stephen Mull, el principal coordinador para aplicar el acuerdo, o bien estaban delirando o bien faltando a la verdad cuando le dijeron al Congreso que la Resolución 2231 restringía claramente la capacidad legal de Teherán para lanzar misiles balísticos de largo alcance. La Casa Blanca trató de dar la vuelta a su respuesta a las pruebas –sanciones menores contra individuos y empresas en redes de suministro fácilmente reemplazables– para hacerla parecer una grave penalización a Irán por seguir desarrollando misiles, algo que el líder supremo de la República Islámica, Alí Jamenei, ha declarado ajeno a la supervisión de la ONU.

Consideremos, pues, la diligente ambivalencia respecto a la ampliación de la Ley de Sanciones a Irán de 1996, que apuntala la más severa Ley Integral de Sanciones, Rendición de Cuentas y Desinversión contra Irán de 2010, que expira a finales de este año. Ampliación no significa aplicación: permitiría al presidente amenazar con sanciones (fácilmente reversibles) contra el sector energético de Irán, en concreto, el vital flujo de inversión extranjera en la industria petrolera y de gas natural. La Administración ha urgido al Congreso a postergarla, obviamente preocupado por que una ampliación pudiera molestar gravemente a los mulás. Pero ha habido indicios de que apoyará más tarde su renovación, con la esperanza de desviar el apoyo demócrata de la iniciativa bipartidista para la ampliación, lo que permitiría al Congreso aprobar nuevas sanciones contra el régimen clerical por persistir en el desarrollo de misiles balísticos, las violaciones de los derechos humanos y la financiación de los terroristas. Si la Administración es ahora tan reacia a exhibir algo de fuerza, hay pocas razones para creer que, a medida que progrese el acuerdo, Obama vaya a inclinarse más por ponerse duro con Irán. Al final podría optar por un veto a la ampliación, con el fin de no armar legislativamente a su sucesor, que podría no compartir su esperanza en que el comercio vaya a moderar a los mulás.

Tal vez resulte más elocuente observar la contenida retórica de Washington acerca de las acciones de la República Islámica en Siria. El presidente y sus ayudantes son más duros con Vladímir Putin que con Jamenei, aunque las aportaciones de Irán, tanto militares como económicas, al dictador sirio Bashar al Asad hayan sido mayores que las de Rusia. Cientos de miles de sirios suníes han sido asesinados en los últimos cinco años y millones se han quedado sin hogar, desplazados y empujados hacia Europa, y es el régimen clerical, y no Rusia, el principal facilitador de este espectáculo terrorífico.

La agresividad iraní

Si el acuerdo se mantiene más allá de la presidencia de Obama, no habría ningún intento significativo de hacer retroceder a Asad por parte de Estados Unidos y Europa. Cualquier iniciativa militar seria para ayudar a la oposición siria pondría forzosamente en el objetivo a los iraníes y a los rusos, que se han convertido en piezas esenciales de la fuerza militar de Asad. La reciente decisión de Putin de retirar parte de sus fuerzas no cambia este cálculo. Los aviones rusos siguen bombardeando objetivos sirios, y Moscú mantiene bases navales y aéreas en Siria, para que cualquier avión o helicóptero retirado pueda ser rápidamente enviado de nuevo al territorio. Si Estados Unidos decidiese vigilar el eje Asad-Irán-Rusia, sobre todo respaldando militarmente la creación de un puerto seguro en Siria (antes, y quizá todavía, la estrategia preferida por Clinton para Siria), desafiaría la insistencia de Irán en la supervivencia del régimen chií alauí.

Washington también podría entrar en conflicto con Teherán si Estados Unidos reuniese y comandase una gran fuerza árabe suní en Irak capaz de hacer retroceder al Estado Islámico. El auge del grupo yihadista suní wahabí ha provocado que los árabes iraquíes chiíes, que han tenido unas relaciones largas, tensas y a veces desagradables con los iraníes chiíes, sean mucho más dependientes de Teherán. Irán tiene un interés estratégico en evitar la estabilidad iraquí y cualquier acuerdo político suní chií-allí en el país vecino.

¿Intentaría una Administración estadounidense contrarrestar en serio al régimen clerical y, al mismo tiempo, enriquecerlo mediante un acceso sin restricciones a los mercados económicos y comerciales de Occidente y Asia? ¿Toleraría el Congreso esa contradicción? Se formaría rápidamente una mayoría congresual, a prueba de veto, a favor de reimponer sanciones paralizantes si empezaran a morir soldados estadounidenses en Irak o Siria por las maquinaciones de Irán, lo que no es en absoluto improbable si Washington desplegara un número significativo de tropas; el régimen clerical ya había tomado como objetivo a los soldados estadounidenses en Irak antes de 2011, mediante dispositivos explosivos de fabricación iraní, milicias entrenadas por Irán y brigadas de ataque. Y si, por la razón que sea, se impone una serie de sanciones significativas y unilaterales a Irán, la probabilidad de que Jamenei –al que obviamente no le gustaba la idea de hacer cualquier tipo de concesión a los occidentales durante las negociaciones nucleares– abandone el acuerdo es muy alta. Podría hacerlo con una considerable indulgencia europea, en vista de cómo el acuerdo ha abierto el apetito comercial europeo.

Los halcones demócratas, que podrían volver al candelero si Hillary Clinton ganase la presidencia, podrían querer creer que pueden mantener el acuerdo atómico y detener el sangriento caos esparcido en Siria. No parecen encantados con el argumento progresista de que Siria es un atolladero para Rusia e Irán y que por lo tanto no es necesaria ninguna intervención estadounidense. Al menos públicamente, no han expresado la postura, más o menos defendida por el candidato a la presidencia Donald Trump, de que Asad ha logrado situarse, a base de matanzas, en una posición moral y estratégicamente superior: su régimen y sus facilitadores iraníes y rusos son preferibles a los rebeldes sirios suníes, infectados de yihadismo.

 

Sin embargo, cualquier esperanza de que un presidente más agresivo con una retórica más durapueda manejar la situación siria se estrellará contra la pura realidad de que Asad, Irán y Rusia no han demostrado que estén perdiendo la voluntad de luchar. Como mínimo, es indudable que los iraníes quieren mantener el caos en Siria, pues significa la dependencia del régimen de Asad de Teherán y de las milicias sirias que han formado los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria, dependencia que seguirá creciendo y que da una mayor influencia a Teherán en el campo de batalla y en la política sirios. El paralelismo con Irak es obvio: el caos también redunda en favor de Irán.

 

Ken Pollack, analista bastante riguroso de Oriente Medio, escribió recientemente un informe especial, a cargo de la secretaria de Estado de Bill Clinton, Madeleine Albright, y el asesor sobre seguridad nacional de George W. Bush, Stephen Hadley, en el que se sugiere que Irán podría sentarse formalmente a la mesa de negociaciones si Estados Unidos y sus aliados europeos dedicaran “mucha más energía y recursos occidentales a formar un ejército de oposición más sólido, capaz de dominar los campos de batalla sirios”, lo que incluiría “asesores estadounidenses y fuego de apoyo”. Sostiene que, cuando Estados Unidos pareció ponerse serio sobre Siria, antes de que Obama ignorara sus propias líneas rojas relativas al uso de armas químicas por parte de Asad, los iraníes “telegrafiaron rápidamente diciendo que con mucho gusto abandonarían a Asad, siempre que los intereses de los alauíes estuviesen debidamente representados en cualquier acuerdo político futuro”. Pero Pollack subestima la tenacidad iraní y el nuevo alineamiento sectario en la región.

Una buena regla para Oriente Medio, absolutamente crucial respecto a la República Islámica, es que los emisarios privados que lanzan mensajes que contradicen posturas públicas declaradas enérgicamente deben ser considerados con la mayor de las sospechas. Es posible que, en ciertas situaciones desesperadas, se pueda transgredir temporalmente una ideología muy arraigada (durante los últimos tiempos de la guerra entre Irán e Irak, el ayatolá Ruholá Jomeini aprobó el intercambio de misiles por rehenes con EEUU), pero los registros escritos son siempre la mejor guía sobre qué podrían llegar a aceptar hombres de profunda fe. Y los comentarios públicos no proveen prácticamente ninguna prueba de que el régimen clerical estuviese dispuesto a abandonar a Asad. Teherán ha hecho una enorme inversión en su régimen, superando, según el difunto general de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Hosein Hamadani, una considerable resistencia del propio Asad y del Ejército sirio, controlado por los alauíes, a la creación demilicias del tipo de la libanesa Hezbolá. Asad y sus leales apuestan al máximo por las tácticas y la metodología iraníes.

El régimen clerical es muy consciente de que la familia Asad construyó la dictadura chií alauí desde cero a lo largo de cinco décadas. Es sensato suponer que Jamenei teme profundamente que, si cae la cúspide de la pirámide de poder siria, todo se derrumbe. Las bajas de la Guardia Revolucionaria son relativamente pequeñas en Siria. Los Cuerpos tienen unos 125.000 soldados; en Siria han sido desplegados, según Alí Alfoneh y Michael Eisenstadt, hasta 3.000, aunque es posible que hoy sólo queden algunos cientos allí. Incluso aunque el régimen estuviera mintiendo respecto al número de muertes en Siria (más o menos 350), es poco probable que esa cifra frenara a los líderes iraníes, especialmente a los líderes de los Cuerpos, que se enorgullecen de ser el amor al martirio de los Guardias y que no han tenido ocasión de demostrar su valía desde el fin de la guerra entre Irán e Irak, en 1988. Cuando el Congreso estuvo debatiendo los méritos del recién concluido Plan de Acción Integral Conjunto el pasado verano, la Administración estuvo vendiendo a los periodistas la idea de que Irán se estaba cansando de su compromiso con Siria y que quizá buscaba una salida. En realidad, Teherán estaba preparando una escalada coordinándose con la intervención militar de Rusia en septiembre. La Casa Blanca y el Departamento de Estado probablemente no estaban engañándoles; sólo estaban proyectando su propia intolerancia a las bajas en combate.

 

El acuerdo nuclear ha ayudado a aliviar parte de los problemas financieros de Teherán ocasionados por su intervención en Siria, Irak y el Yemen, pero aún no ha llegado la bonanza, lo que, como era de prever, reforzó la inversión de la Administración Obama en el futuro de Ruhaní y sus reticencias a hacer cualquier cosa que pudiera poner en peligro la reelección del iraní el próximo año. La justificación general del acuerdo –que reforzaría a los moderados en Irán– obliga a Obama a llevarse bien con Ruhaní y a suavizar aún más las sanciones. Determinar quién es de lalínea dura y quién es moderado, y no digamos averiguar cómo apoyar al segundo frente al primero, no ha sido históricamente el fuerte de los estadounidenses. La Administración ha tratado de simplificar el análisis: cualquiera que apoye el acuerdo nuclear es moderado, y el que no lo apoye no lo es. Aunque la Casa Blanca lo niega, es casi seguro que la Administración está tratando de averiguar un medio de permitir a los iraníes un acceso indirecto a las transacciones en dólares americanos, aunque dicho acceso no está explícitamente permitido por el Plan de Acción Integral Conjunto. Con una sorprendente cortedad de miras, Ruhaní y su ministro de Exteriores, Mohamed Javad Zarif, no exigieron esta concesión antes de cerrar el acuerdo. La supervivencia de Ruhaní prima ahora sobre las sanciones estadounidenses bipartidistas impuestas contra la financiación del terrorismo por parte de los mulás, las violaciones de los derechos humanos, el narcotráfico, el blanqueo de dinero, etc. La Administración teme que, si Ruhaní no logra ser reelegido, el acuerdo nuclear pueda fracasar. Los conservadores podrían, ahora con energías renovadas, denunciar que el acuerdo, poniendo en riesgo la integridad nacional e islámica de Irán, no produce los cientos de miles de millones de dólares prometidos por Ruhaní.

Valorar el acuerdo nuclear por encima de todas las demás consideraciones sobre Oriente Medio hará sin duda que el sucesor de Obama sea más reacio a ver cualquier otro acto ruin de Irán de tipo no nuclear con una mirada más crítica y proclive a las sanciones. Si los iraníes se mantienen firmes con Asad, entonces el Washington post Obama tendrá que intensificar considerablemente la presión si la presidenta Clinton quisiera realmente crear un puerto seguro en Siria. Apoyar a una “oposición fuerte” requeriría que Estados Unidos pusiese en peligro el régimen de Damasco, lo que significa que la oposición siria, financiada por los estadounidenses, tendría que matar a más miembros de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria. Si Irán no se retira, es muy probable que los soldados estadounidenses en Irak, y en Siria si se despliegan en un puerto seguro, sean tomados como objetivo. ¿Se quedarán el Congreso y el próximo presidente mirando cómo Irán mata soldados estadounidenses sin tomar represalias?

© Versión original (inglés): The Weekly Standard
© Versión en español: Revista El Medio

 

 

 
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