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| domingo diciembre 22, 2024

¿Trato hecho? El desastroso legado iraní de Barack Obama (2)


 

El Plan de Acción Integral Conjunto amplifica las predilecciones del presidente: sin el acuerdo, Obama no iba a castigar forzosamente a la República Islámica por sus pecados, ni siquiera por desarrollar un programa de misiles balísticos que todo el mundo en Washington sabe que se está diseñando, día a día, para transportar armas nucleares. Como le reconoció a Jeffrey Goldberg, de The Atlantic, Obama no cree que valga la pena pagar ese precio por Oriente Medio. Para los que creen que no hay amenaza de la región que merezca otra guerra, el acuerdo nuclear tiene más ventajas que desventajas. Medio millón de sirios muertos es una catástrofe, pero no debería arrastrar a Estados Unidos a otra prolongada campaña contra los enemigos musulmanes en nombre de los civiles musulmanes que, una vez salvados, podrían recompensarnos con una insurgencia. La oposición a más intervención estadounidense no proviene solo de los testarudos enemigos realistas de la Pax Americana, como Andrew Bacevich, John Mearsheimer y Stephen Walt, que no creen que el inmenso sufrimiento, y no desde luego en el Oriente Medio musulmán, merezca arriesgar las vidas y la riqueza de Estados Unidos. Un perspicaz observador de los problemas árabes, el escarmentado exnegociador en las negociaciones israelo-palestinas Aaron David Miller, articula muy bien la desazón de la política exterior de Washington, que no puede ver ninguna salida hacia delante en un “Oriente Medio fracturado y disfuncional” donde “simplemente no existe ningún terreno común para encontrar soluciones integrales a los problemas”.

Si cumple el acuerdo, Irán puede iniciar la producción masiva de centrifugadoras avanzadas en 2025, lo que da a Washington tiempo para retirarse de Oriente Medio y a los locales de ajustarse, de mejorar sus defensas antiiraníes o transigir. Si Estados Unidos ya no se preocupa por las dinámicas internas musulmanas –siempre que la Provincia Oriental de Arabia Saudí mantenga el bombeo de petróleo–, si hemos superado el 11-S y estamos preparados para absorber ataques terroristas poco menos que catastróficos a manos de los guerreros sagrados de los emiratos, ¿nos importa realmente, entonces, que los musulmanes expandan su poder tras el derrumbe de los Estados árabes? ¿Nos molestan realmente los baños de sangre entre musulmanes? La disuasión y proliferación nucleares podrían ser una pesadilla para Israel, que prácticamente carecería de margen de respuesta, por no hablar de la escalofriante complejidad de contrarrestar y equilibrar el juego atómico de la gallina que se produciría si Arabia Saudí, Turquía e Irán tuviesen misiles nucleares; pero Estados Unidos tiene la distancia y el arsenal nuclear, así que el razonamiento es que hay que mantenerse al margen de las enemistades de musulmanes-contra-musulmanes-contra-judíos. Y si los europeos están al alcance de los misiles con ojivas nucleares, en fin, es su problema. Los franceses y los británicos siguen teniendo force de frappe.

¿Podría cambiar esta mentalidad, que se ha convertido en la corriente general tanto en el partido demócrata como en el republicano? Es posible. Los acontecimientos pueden modificar la política exterior de la noche a la mañana. Siria podría empeorar mucho más, y enviar olas aún mayores de refugiados hacia Turquía, Europa y Jordania. Los refugiados musulmanes ya están cerca de demoler lo más positivo y esencial de la Unión Europa: las fronteras abiertas. El presidente Obama se ha mantenido visiblemente impertérrito ante los esfuerzos europeos, pero otro presidente más atlantista podría temer que, con la Unión Europea, cayera la OTAN. Como ha señalado Walter Russell Mead, el orden internacional desde la Segunda Guerra Mundial se ha mantenido, precisamente, porque Estados Unidos tiene una potencia militar, unas responsabilidades y un gasto en defensa extraordinarios. Un nuevo presidente podría descubrir, de nuevo, que Europa y Estados Unidos están unidos por la cadera, que Occidente sí significa algo y que sin la parásita Europa Estados Unidos se queda solo y no podrá actuar por mucho tiempo con eficacia en el extranjero.

Y las vidas europeas sí importan. Si los terroristas islámicos siguen atacando a nuestros aliados occidentales, un presidente más transatlántico podría decidir que la defensa colectiva exige un esfuerzo militar mayor y más determinado para destruir el califato de Bagdadi y la máquina de matar suníes de Asad, que es la causa originaria de la radicalización generalizada de los suníes sirios. Los terroristas islamistas francoparlantes que atentaron en París y Bruselas podrían ver Europa como el ventre mou o punto débil de Occidente, pero para dichos guerreros sagrados el objetivo general, aun siendo menos accesible, sigue siendo Estados Unidos, con cientos de muertos, y lo que parece inconcebible ahora –una campaña estadounidense en Siria– se convierte en una necesidad. Otras realidades regionales que el presidente Obama no ha considerado tan importantes podrían cambiar también el temperamento y las prioridades de Estados Unidos.

Los cables trampa estadounidenses

Aunque el Gobierno iraquí, controlado por chiíes y respaldado por milicias chiíes organizadas por Irán y los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria de Irán, no puedan probablemente expulsar a las fuerzas del Estado Islámico de Mosul y el oeste de Irak sin un apoyo estadounidense considerablemente mayor del que Obama ha estado dispuesto a comprometer, es posible que los éxitos del eje de Asad contra la oposición siria obliguen al Estado Islámico a ahuecar sus fuerzas en Mesopotamia para proteger sus posesiones sirias. Podría seguirle una ofensiva iraquí más efectiva. Jordania podría inundarse con aún más refugiados suníes sirios e iraquíes, muchos de los cuales serían militantes y estarían endurecidos por la batalla. La monarquía hachemí, la familia real preferida de Estados Unidos e Israel, podría verse confrontada por una multitud de militantes dentro de Jordania. Los hachemíes han tenido más de siete vidas; la capacidad del rey Abdulá para mantenerse cuando sus principales benefactores, Arabia Saudí y Estados Unidos, han sido derrotados y cooptados en Siria no va a alargar la esperanza de vida de la monarquía. Si el contagio sirio se extiende a los cada vez más descontentos suníes, tanto los palestinos como los habitantes de la Margen Occidental, Washington y Jerusalén podrían recalcular rápidamente el coste de un atrincheramiento estadounidense.

Y Arabia Saudí será el gran perdedor árabe suní si los rusos y los iraníes triunfan en Levante. Para los outsiders, es difícil analizar las dinámicas internas saudíes, y no es mucho más fácil para la familia real saudí. Cuando las negociaciones nucleares iraníes se pusieron serias, los saudíes abandonaron su preferencia por una diplomacia más silenciosa tras la barrera de escudos estadounidense. Ellos, como los iraníes, han reaccionado a la aversión de Obama hacia Oriente Medio con una política exterior más militarizada, justo lo contrario de lo que el presidente habría pensado que ocurriría con el acuerdo nuclear que iba a “estabilizar de la región”.

Si los saudíes también son derrotados en Yemen, donde están luchando contra los huzis chiíes, respaldados por Irán, entonces el reino, que está inmerso en un cambio generacional de poder, podría enfrentarse a dos guerras perdidas justo en el momento en que los precios del petróleo y las reservas de efectivo no dejan de menguar. La confianza saudí se verá dañada. Teherán forzará la mano. Podemos tener la certeza de que los saudíes harán como siempre que se les enfrentan los chiíes: amplificar el wahabismo dentro y fuera del país para intentar reivindicar el manto del verdadero islam. Su respuesta al juego de dominio de la República Islámica reforzará, como ocurrió en la década de 1980, a los militantes y fundamentalistas suníes que están descontentos con la monarquía saudí –cuando no la aborrecen– . Mientras que el régimen clerical iraní sigue dividiéndose, creando opositores en su izquierda más occidentalizada, el régimen saudí crea a sus más potenciales enemigos internos en su derecha, disidentes religiosos, alimentados por el sistema religioso del wahabismo saudí, que considera a la monarquía laxa, inmoral y, en vista de lo que ha ocurrido en Siria, Irak y Yemen, probablemente inútil. El Estado Islámico y Al Qaeda cosechará las recompensas. Y es una certeza que, a medida que se intensifique el conflicto iraní-saudí, la familia real saudí ayudará a ambos grupos yihadistas allá donde combatan a los chiíes, socavando aún más las acciones militares estadounidenses y europeas contra el califato y Al Qaeda.

Arabia Saudí padece el mismo síndrome que el Ejército paquistaní: no puede dejar de apoyar a los militantes islámicos porque los desafíos internacionales y la identidad religiosa se retroalimentan. Persisten en hacerlo incluso después de cada repliegue sangriento. Bernard Haykel, de la Universidad de Princeton, el estudioso más interesante que ha escrito sobre el Estado Islámico, conjuró hace poco un escenario en el que Arabia Saudí se fractura en varias regiones donde se propaga una guerra islamista hobbesiana. Dada la complejidad tribal de la península, la intensidad de su severa fe y los muchos problemas de la Casa de Saud, ese escenario no es imposible. Sus efectos colaterales, como observa Haykel, serían más destructivos que el derrumbe de Siria, ya que la Provincia Oriental, donde se encuentran la mayoría del petróleo y de chíies del país, se convertiría en campo de batalla. Se podría evitar una intervención estadounidense y europea si los conflictos internos, o los iraníes, amenazaran la producción de petróleo. La idea de que la creciente producción de energía estadounidense aislará de algún modo a Estados Unidos del caos económico global que se produciría si peligrase la producción de la Provincia Oriental sólo demuestra cuántos estadounidenses serios, tanto en la izquierda como en la derecha, van en caída libre intelectual en la era Obama. Y el conflicto entre suníes y chiíes intensificará –como lo hizo la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán en la década de 1980– el antiamericanismo entre los musulmanes. Para la mayoría de los estadounidenses, una guerra remota por asuntos musulmanes parece algo abstracto. La inestabilidad en el Golfo Pérsico y una escalada terrorista podría traerla a nuestra puerta de inmediato.

© Versión original (inglés): The Weekly Standard
© Versión en español: Revista El Medio

 
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