Tal vez sea Arabia Saudita el país que siente más vergüenza del cuerpo humano, sobre todo del cuerpo de la mujer y la tenga, en consecuencia, en tan baja consideración. A diferencia de los puritanos de América del Norte que amaban el trabajo duro y eran básicamente demócratas, el puritanismo salafista saudí es la gallina vestida de blanco sentada sobre los huevos de oro del petróleo, encarnado en una sociedad de aristócratas del dolce far niente que lo compran todo sin cambiar un ápice de nada y que han esbozado un plan para que Israel y los estado musulmanes lleguen a la paz, si es posible definitiva. A simple vista el tema parece fácil, y desde luego esa idea es mejor que el rechazo frontal. Pero mirado de cerca el plan está lleno de agujeros negros. Seguirán insistiendo, los musulmanes, en cosas imposibles como el retorno de los refugiados palestinos del 1948 y sus descendientes, el estatus de Jerusalén, la devolución de todos los territorios que perdieron en las sucesivas guerras que ellos mismos provocaron.
Continuarán con su veneno teológico antijudío y promoverán, en todo el mundo, sí señor, su visión ortodoxa del Islam. De hecho la concepción plural que, pese a todo, tiene Israel de las cosas, su democracia parlamentaria, tanto como la alternancia en el poder de dos o más partidos, a veces antitéticos, les es por completo ajena. Detestarían que alguna mujer soldado israelí sirviera de agregada militar en las futuras embajadas del país judío en Yakarta o en Beirut, pongamos por caso. No les gustaría nada el ruidoso turista de Tel Aviv si es que tiene permiso para visitarlos, y mucho menos el colectivo gay, ni la libertad de prensa con su crítica en voz alta. Ergo, Israel continúa-pese a las tibias aproximaciones que vemos suceder- disgustándoles, pero dado que piensan que moviendo una ficha en el tablero de la paz se asegurarán, al menos, que la entidad sionista comparta con ellos la información secreta que tiene sobre Irán o, incluso, más cosas, desean experimentar las ventajas del diálogo.
A buen seguro que un plan israelí de paz, todo lo justo que pueda llegar a ser, sí que funcionaría, en primer lugar porque haría públicas y claras las posiciones de los judíos respecto de todos los temas señalando qué es lo innegociable. Y funcionaría no sólo por eso, sino también porque a Israel le interesa la paz mucho más que al Islam en su conjunto, el cual, y según es notorio, se desangra ahora en interminables guerras intestinas sin viso de acabar a menos de volver a los hombres fuertes tipo Gadafi o Mubarak, del cual Sisi es una copia ajustada a las necesidades actuales de Egipto. A una visión tiránica del mundo le van bien los tiranos y dictadores. De manera que, respecto del plan saudí, toda cautela es poca y toda buena voluntad tiene muchos caminos para probar su autenticidad. Juntar la vergüenza y la desvergüenza lo puede hacer Israel más o menos bien, a pesar de que algún loco ortodoxo atente de tanto en tanto contra un homosexual; pero ¿acaso hay algún tipo de sensualidad obvia y no culpable en Arabia Saudita, alguna desnudez festiva, algún tipo de compasión para con los trabajadores extranjeros que mantienen con su esfuerzo a la gran familia de príncipes clónicos que coleccionan Rolls Royce y caballos de carreras y hasta clubs de fútbol?
Es dudoso que, mientras sigan flagelando y cortando manos, en tanto continúen esparciendo por el ancho universo una visión absolutista de la realidad, puedan al mismo tiempo ejercer una diplomacia franca e igualitaria con Israel, su ancestral enemigo ahora transformado en apetecible y futuro socio. Bienvenidas sean, no obstante, las buenas ideas para las buenas causas, pero antes de llevarlas a la práctica asegurémonos de que no buscan, los saudíes, ampliar el alcance de sus muchísimas mezquitas pintándoles la fachada de una falsa inocencia. Como dice el ajado proverbio, nadie da nada por nada.
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