La visión romántica y eurocéntrica de los imperios del siglo XIX intentó plasmar en el campo de batalla unas normas de “fair play”, como si se tratara de una partida de bridge entre refinados caballeros británicos. Eso sí: no estaban obligados a cumplirlas cuando se enfrentaban a seres “no civilizados” (por ejemplo, en las sangrientas campañas africanas). Los generales respondían a una ideología del progreso como proceso unidireccional que señalaba a ellos mismos y a las naciones que defendían como la punta de lanza de la civilización.
Sin embargo, muchas veces esa “armonía” del sacrificio de soldados de clases inferiores para defender posiciones más trascendentales (como peones en una jugada de ajedrez) se rompía en guerras intestinas en las que los ejércitos ya no eran sólo la soldadesca, sino milicias de civiles que apenas se distinguían por sus raídos uniformes de los civiles de la misma ciudadanía (raíz etimológica de la palabra civilización) a los que se enfrentaban a muerte. Tampoco en el caso de quedar herido y abandonado en tierras “enemigas” la suerte era mejor. Para ello se crearon instituciones como la Cruz Roja y se formalizaron acuerdos como la Convención de Ginebra, con la intención de poner orden y valores humanos en una situación que es la más cercana al caos y el retroceso en la consideración al “otro”.
Paradójicamente, hubo ejércitos – como el nazi – que dio más garantías humanitarias a algunos de sus prisioneros militares que a una parte de los civiles de los territorios conquistados. No se trataba entonces de atacar a enemigos armados, sino a quienes hubieran quedado desplazados de la categoría humana por su cuna (judía, gitana), conducta (homosexuales) o ideología (opositores, prisioneros soviéticos).
Superada esa guerra e incluso la siguiente contra el comunismo, Occidente se cansó de ejercer de “policía” de la civilización y de tener que recibir los féretros de caídos en combates en lejanos países, ahora contra el terrorismo que internacionalizó Al-Qaeda. La respuesta fue el repliegue, con la certeza de que así salvaguardarían a sus ciudadanos (y, de paso, a sus votos). Pero el efecto fue el contrario: los ataúdes ya no llegan repatriados envueltos en banderas, sino que son los de los civiles en sus propias ciudades: Orlando, París o Bruselas, como antes Londres o Madrid. Ahora las guerras son más “civilizadas” no porque sean más educadas y correctas, sino porque el objetivo somos los propios civiles en nuestros propios hogares.
Director de Radio Sefarad
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