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| domingo diciembre 22, 2024

Obama y la palabra Prohibida


¿Por qué no puede el Presidente de los Estados Unidos admitir que el terrorismo islámico es islámico? ¿Por qué usó el atentado en San Bernardino para sermonear sobre la islamofobia y el de Orlando para condenar la homofobia, pero ninguno para denunciar por su nombre al islamismo? ¿Y por qué se niega Barack Obama a pronunciar La Palabra Prohibida -fundamentalismo islámico- toda vez que un musulmán asesina a civiles invocando las virtudes de la yihad?

Obama tiene a La Palabra Prohibida atragantada en su ideología. Él es tan preso de la corrección política que es incapaz de definir con claridad qué enemigo enfrenta su nación. Omar Mir Saddiqi Mateen, un estadounidense-musulmán de ascendencia afgana, masacró a casi medio centenar de homosexuales en una discoteca en suelo americano. Telefoneó a la policía para declarar su adhesión al Estado Islámico. Posteó en su Facebook: «Ahora saboreen la venganza de Estado Islámico» y «Quizás Alá me acepte». Fue el peor ataque islamista dentro de los Estados Unidos desde el 9/11 y ocurrió en un contexto donde el ISIS está arrojando a homosexuales desde azoteas y apenas un mes después de que el responsable del grupo para ataques internacionales, Abu Mohammed al-Adnani, pidiera a sus seguidores que matasen infieles en los Estados Unidos durante el Ramadán. Pero el Presidente Obama cree que la sociedad debe debatir ahora acerca del control de armas o el odio a los gays o la estigmatización de los musulmanes (todos temas importantes sin duda alguna) antes que sobre del islam político (que es el asunto troncal aquí).

Universalmente cuestionado por su reticencia anormal a pronunciar La Palabra Prohibida, Obama respondió con indignación: «¿Qué lograría exactamente al utilizar esa etiqueta? ¿Qué cambiaría exactamente? ¿Llevaría a EI a matar a menos norteamericanos?… No hay magia en la frase ´islam radical´. Es un mensaje político. No es una estrategia». Bueno, aunque Obama no lo comprenda, las palabras importan. El pueblo americano tiene derecho a saber precisamente quién lo está atacando y lo menos que se puede pedir al líder de la nación -y del mundo libre- es que se exprese con claridad al respecto. ¿Tuvo algún inconveniente Dwight Eisenhower en llamar nazis a los nazis? ¿Evidenció algún prurito Ronald Reagan en denominar comunistas a los comunistas? La falta de rigor conceptual de este presidente no es un asunto semántico. Es un asunto de filosofía política de primer orden. Y tiene consecuencias reales en nuestro mundo.

Obama es un negador, o bien un minimizador, de la amenaza yihadista. Cuando el ISIS comenzó a publicitar las decapitaciones de enemigos capturados, la asesora principal de la Casa Blanca Valerie Jarret le trasladó al Presidente el impacto que eso podría estar teniendo en la sociedad americana. «No vendrán aquí a cortar nuestras cabezas» le respondió distendidamente Obama. En su ya icónico ensayo en The Atlantic, Jeffrey Goldberg relató que Obama «con frecuencia recuerda a su personal que el terrorismo toma muchas menos vidas en EE.UU. que la portación de armas, los accidentes automovilísticos y los tropiezos en las bañeras». Observadores memoriosos han recordado que un día antes de que el ISIS matara a 130 personas en Paris, Obama se jactó de que este grupo «está contenido»; que un día antes de que una pareja de musulmanes acribillara a tiros a estadounidenses en la localidad californiana de San Bernardino, Obama declaró ante un periodista que «el pueblo americano debería tener la confianza de que, ya sabes, vamos a ser capaces de defendernos y asegurarnos de que, ya sabes, tendremos unas buenas vacaciones y seguiremos con nuestras vidas»; y que poco antes de que los hombres de Abu Bakr al-Baghdadi  se apoderasen de vastas extensiones en Irak y Siria, Obama dijo que frenarlos no era «algo en lo que hay que meterse» porque ellos no representan «una amenaza directa para nosotros». Dígale eso a las 49 víctimas de Orlando, Sr. Presiente.

La reticencia de Barack Obama en señalar al enemigo islamista y de actuar de manera decidida en su contra -después de todo, ¿Para qué combatirlo si más gente muere en las bañeras? ¿Para qué nombrarlo si no es más que una etiqueta?- ha tenido su impacto en la realidad. Un reciente documental emitido en PBS atribuye en buena medida a la inacción del presidente la asombrosa expansión del ISIS, que bajo su mirada creció hasta contar 40 grupos afiliados en 16 países. Un estudio de la Rand Corporation revela que entre 2010 y 2013 el número de yihadistas en el orbe se duplicó y que el número de grupos yihadistas trepó un 58%. Una investigación de la Universidad Estatal de Indiana detectó 38 casos de «lobos solitarios» (no exclusivamente islamistas) en EE.UU. entre 1940 y 2001, otros doce durante la presidencia de George W. Bush y más de cincuenta desde que Obama llegó a la Casa Blanca.

Pero a no inquietarse, que, tal como el Presidente de los Estados Unidos ha postulado en el 2013, «Esta guerra, como todas las guerras, debe terminar. Eso es lo que la historia recomienda. Eso es lo que nuestra democracia demanda». Sólo falta que ISIS tome nota.

 
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