A finales de los 60 (Mayo francés, movimientos de protesta en Berkeley, etc.), la juventud se había convertido no ya en un “divino tesoro” sino en el único motor del cambio: “desconfía de cualquiera con más de 30 años”, rezaban las pintadas. En 1969, el escritor argentino Adolfo Bioy Casares publicaba el Diario de la guerra del cerdo, una novela que narra una guerra secreta que los jóvenes emprenden para aniquilar a los viejos, a los que en clave denominan cerdos. Esta última semana, los actuales “mayorcitos” (los revolucionarios de entonces) han sido acusados de ser la causa de los males nacionales. El primer caso es el de la votación británica del Brexit, la salida de la Unión Europea, en la que hubo una clara diferencia en la opción de permanecer o salir en función de la edad. Más de un periodista utilizó la metáfora de que los abuelos vendieron el futuro de sus nietos por unas prometidas mejoras en sus pensiones.
El siguiente caso se produjo apenas unos días después, aquí mismo, con la nueva ronda de elecciones generales en la que los cambios respecto a los resultados anteriores fueron interpretados como una “traición al futuro” de la población de edad adulta avanzada. Los movimientos emergentes, representativos de la regeneración y de las nuevas y jóvenes caras, no tardaron en acusar nuevamente al viejo cerdo, llegando incluso a insinuar que estaba “desorientado” y no sabía lo que hacía. Lo singular del caso es que ese mismo argumento se utilizaba hasta hace poco para justificar las victorias de los gobiernos de izquierda como resultado de la política de pensiones no contributivas que habían llevado un poco de dignidad económica a los sectores más avejentados y desfavorecidos.
En definitiva, el cerdo tiene la culpa de todo. O, mejor, tenemos, porque a mis 60 abriles ya recibo más folletos de turismo de tercera edad que de aventura. Y es que algunos imberbes creen que la corrupción viene con las arrugas, cuando éstas sólo dibujan la cantidad de oportunidades que hemos tenido en la vida de sucumbir a las malas tentaciones. La inexperiencia no es un grado sino una hoja en blanco. Tiene mucho más valor quien ha llegado con cierta dignidad a la madurez que quien nunca se ha dejado tentar porque nadie se lo ha propuesto. Por eso (y pido mis disculpas por el símil animal a judíos y musulmanes que lo consideran impuro) el “cerdo” (en términos de la novela aludida) que ha logrado sobrevivir a la matanza se vuelve más sabio (que no tiene necesariamente que ver con la inteligencia o la formación) y es capaz de contraatacar, defendiendo lo que entiende como esencial aunque, como diría el joven-viejo Saint-Exupéry, sea invisible a los ojos; aunque otros no pensemos o sintamos igual. Para eso los que eran viejos cuando nosotros éramos jóvenes, y sucesivamente hacia atrás en la historia, sufrieron y murieron por conseguir que la voluntad de cada ser humano valiera tanto como la del otro. Democracia que le dicen.
Director de Radio Sefarad
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