Durante mi adolescencia, Elie Wiesel representaba para mí al judaísmo mismo.
Cuando pequeña, mi madre me llevaba todos los años a escucharlo hablar en nuestra sinagoga. Wiesel era amigo del rabino y todos los años se hacía el tiempo en su ocupada agenda para dar una clase en nuestra pequeña comunidad de Chicago.
Aquellas clases —y los libros que escribió— hacían que el judaísmo fuera algo emocionante ante mis ojos. Wiesel, quien nació en Rumania en 1928, creció rodeado de las historias que le contaba su bisabuelo Feig, quien era miembro de la comunidad jasídica Viznitz, y compartía algunas de esas historias con nosotros.
Nos contaba historias repletas de simbolismos y significado: de vendedores ambulantes que buscaban riquezas y de personas comunes y corrientes que anhelaban la santidad y lo divino. Historias de personas cuyas vidas estaban sumidas en el aprender, cuyas buenas acciones le permitían al mundo seguir su curso.
Yo estaba paralizada. Nunca había escuchado historias como aquellas. En los mundos que describía el Sr. Wiesel, un profundo anhelo por vivir con significado y espiritualidad parecía ser la norma.
Él peleaba en contra de la complacencia e indiferencia humana. «Lo opuesto de amor no es odio, sino indiferencia», solía decir. Vivía con la misión de mantener viva la memoria del Holocausto. En la ceremonia de entrega de los premios Nobel de 1986, dijo: «He intentado mantener viva la memoria. He intentado luchar contra aquellos que olvidarán. Porque si olvidamos, somos culpables, somos cómplices».La propia vida de Wiesel representaba esta expectativa: tomarse la vida con seriedad y cumplir nuestro deber para hacer del mundo un lugar mejor. En una entrevista concedida al New York Times en 1981, Wiesel explicó que, como sobreviviente del Holocausto, él sentía profundamente esta responsabilidad: «Si sobreviví, debe ser por alguna razón. Debo hacer algo con mi vida. Es demasiado importante como para andar simplemente jugando por ahí, porque en mi lugar se podría haber salvado alguien más. Así que yo hablo por esa persona».
Ver a Elie Wiesel año tras año mientras se paraba a hablar en el podio me conectaba con algo preciado que estaba casi perdido: con una tradición y sabiduría que parecía completamente ausente en el mundo según yo lo veía. Él hablaba con pasión sobre el Holocausto, sobre buscar el sentido a la vida, sobre los temas morales de hoy en día.
En ese entonces, la judería de la Unión Soviética estaba en apuros. «Lo que más me atormenta no son los judíos silenciosos que conocí en Rusia» dijo Wiesel desafiante, «sino el silencio de los judíos entre quienes vivo hoy».
Elie Wiesel nos desafiaba a todos a ser mejores y a hacer más. Hay una historia que escuché de él que se quedó grabada en mi mente hasta hoy en día. Era sobre un hombre que siempre pedía prestada la linterna de su vecino porque él no tenía una linterna propia. Finalmente se dio cuenta de que si quería viajar a otros lugares, tendría que tener su propia linterna. No puedo hacer justicia a la elocuente forma en que el Sr. Wiesel contó esta historia, pero recuerdo los escalofríos que corrían por mi espalda mientras él explicaba que cada uno de nosotros debe adquirir su propia luz, su propia sabiduría, con la cual guiar nuestros caminos.
Esa noche decidí buscar mi propia luz. Mi sed por sabiduría judía fue encendida por aquellas charlas de Elie Wiesel. Tomé clases sobre temas judíos en la universidad, leí libros judíos y eventualmente viajé a Israel a estudiar, viendo el conocimiento como una forma de encender mi propia linterna.
Décadas más tarde, entendí que de alguna manera debía agradecerle personalmente por haber cambiado mi vida. Descubrí que Elie Wiesel era miembro del cuerpo docente del Boston College. Llamé a la escuela y pedí que me comunicaran con su oficina. «¿Sí?», respondió una agradable mujer. Era su secretaria privada. A pesar de que el Sr. Wiesel estaba frágil y no podía contestar el teléfono, ella dijo que feliz le daría un mensaje.
Abrí mi corazón. Le dije cuán importante había sido él para mí, cómo sus libros me habían guiado, cómo él había cambiado mi vida. Ella escuchó pacientemente mientras yo hablaba. «Sé que él escucha esto de gente muy importante a diario», le dije, «pero por favor dígale que, para una persona común y corriente, sus palabras también hicieron una enorme diferencia».
La secretaria habló; su voz estaba llena de emoción. «Le diré», me dijo. «Va a estar tan feliz».
Elie Wiesel cambió el curso de millones de vidas a lo largo de su activa vida. Estoy sumamente agradecida de haber tenido la oportunidad de agradecerle a este destacable hombre por cambiar la mía. En su memoria, apeguémonos a los valores que eran tan preciados para él: la pasión por el estudio de judaísmo, recordar el Holocausto y luchar contra el mal.
Un tipo extraordinario sin duda; pero al parecer su experiencia en Auschwitz lo volvió ateo ¿es cierto eso?