Cerca de Abu Tor, en Jerusalén, hace más de tres décadas, visité con el poeta Dennis Silk afincado allí y autor de un precioso libro sobre la milenaria ciudad, una pequeña sinagoga yemenita. Debió de ser después de Pésaj, hacía calor. Fuera y dentro del recinto los hombres se abanicaban con ramos de una variedad de albahaca, cuyo nombre tal y como suena procede del árabe vaheca, ´´que es grato de respirar´´, ´´que es agradable a la cabeza.´´ Oí que la llamaban reiján en hebreo, un derivado de réaj, perfume, aunque también se la denomina basilicum, nombre que lleva en la farmacopea grecorromana. ´´La reina, basilea, de las aromáticas.´´ Entre el murmullo de los rezos y la oscilación de las hojas de un verde intenso sentí una felicidad sin igual, que se repite cada año cuando las planto en el patio de casa y las mimo cuidando de que no se sequen. Si me dieran a escoger cinco tesoros vegetales sin duda la albahaca sería uno de ellos. Sin ella ni Grecia ni Italia serían nada; pero tampoco la isla de Mallorca, en donde sostienen que ahuyenta a los mosquitos y adorna vestíbulos y ventanas.
Al pasar la mano sobre estas prodigiosas plantas, al moverlas, el aire se llena de una bendición sin igual. Tal fresca delicia emanando de algo tan simple no lo he visto nunca en una sinagoga askenazí. En esa época yo estaba interesado en el oficio de escriba o sofer stam y un compañero de estudios me llevó a conocer a su padre, que lo era. Interrumpió su trabajo para saludarme. Tenía la edad del universo y unos ojos increíblemente jóvenes. Embargado por la emoción, no supe qué decir. Los labios se me dilataron en una sonrisa de agradecimiento. Fue allí que mi compañero me dijo que los escribas askenazim emplean plumas de ganso para escribir, mientras que los orientales instrumentos de caña. Dos mundos, dos paisajes. Uno frío y el otro cálido. Dos paisajes para un solo pueblo disperso por el mundo y hoy felizmente reunido, en parte, en Israel. A la sinagoga de mi infancia le faltó albahaca y sobraron perfumes de viejos libros de oraciones y rapé, tabaco de aspirar, que uno de mis abuelos me hacía probar entre estornudo y estornudo para poder aguantar el ayuno cuando estaba prescrito.
En la India la albahaca lleva el enigmático nombre de tulsi o tulsita. Es la hierba más sagrada de todas y preside los hogares y las cocinas femeninas porque dicen que promueve la fertilidad. En un templo del norte del país la vi, oronda, en una variedad leñosa que siempre está verde, en el centro de un patio de baldosas lavadas con agua fragante que mezclaba canela y sándalo por partes iguales. Esa tarde desvestían y volvían a vestir la estatua de un dios, tal vez Vishnú, quizás una deidad menor. No se nos permitió, en tanto extranjeros, acercarnos demasiado al corazón del santuario. Al marcharnos me acerqué a oler la albahaca, mi querida tulsi. Con qué facilidad la botánica esparce sus tesoros por distintas geografías, viajando en semillas o tiestos, orgullosas de sus beneficios, variando poco a poco la forma de sus hojas, saludando al sol y a la luna. Denis creía que los judíos del Yemen estaban más cerca, físicamente hablando, de los hebreos de la época salomónica que los demás. En la pequeña sinagoga el aroma de las ramas de reiján quedaba en sus barbas más allá de la plegaria vespertina, vestigio del tiempo pasado en la evocación del Creador.
Rico su aroma