¿Debería Estados Unidos tratar de influir en los resultados de las elecciones democráticas de otros países? Históricamente, la respuesta a esa pregunta ha sido que depende de quiénes sean los candidatos. Washington tiene un largo historial bipartito de intentos de influir en varios lugares de todo el mundo con el fin de ayudar a los candidatos o partidos con puntos de vista alineados con los intereses de EEUU, u oponerse a quienes viera con alarma.
Así que, a pesar de la justificada indignación que ha generado un informe del Senado hecho público el pasado día 12 que decía que el Departamento de Estado había financiado indirectamente los intentos por derrotar al primer ministro Netanyahu en 2015, no hay nada nuevo ahí, salvo el modo en que la Administración Obama ha estado utilizando el dinero de los contribuyentes para promover sus propios intereses en Oriente Medio. Y a este elemento de la historia –más que en la idea de que el presidente hizo todo lo que pudo para evitar la reelección de Netanyahu– a lo que deberíamos dedicar nuestra atención. Los Gobiernos tienen derecho a tener sus opiniones sobre lo que sucede en otros lugares, pero cuando hay dinero por medio, especialmente en las democracias dinámicas, se traspasa una línea muy importante.
El principio de no intervención en el extranjero es una buena idea, y es el que con más frecuencia se incumple, tanto por parte de las Administraciones demócratas como por parte de las republicanas. Abundan los ejemplos de las trastadas cometidas por EEUU en el Tercer Mundo durante la Guerra Fría, pero no hace falta imaginarse a la CIA tramando complots en la trastienda para comprender el ímpetu de Washington a la hora de pronunciarse o actuar entre bambalinas para influir en los votantes de otros países. La promoción de la democracia ha adquirido muy mala reputación desde la invasión de Irak, pero EEUU siempre está favor, o al menos debería estarlo, de los defensores de la democracia y los sistemas republicanos de gobierno.
Así, cuando los palestinos celebraron sus primeras elecciones democráticas, en 2005, no había nada indecoroso en que la Administración Bush deseara abiertamente que los terroristas de Hamás no se impusieran. Por supuesto, fue un error apoyar unas elecciones en las que no concurría ningún auténtico demócrata, pero EEUU tiene derecho a tener su opinión sobre comicios en que terroristas, fascistas, comunistas u otros movimientos antidemocráticos tratan de hacerse con un poder al que nunca renunciarán. Los mismos principios rigen en Europa del Este, donde, como en Ucrania, los autoritarios pro Putin se enfrentaron a demócratas que tal vez no eran perfectos, pero cuyos intereses eran congruentes con lo que más le interesaba a ese país y a Occidente.
Ahora bien, el asunto de la intervención de EEUU en Israel es algo bien distinto. Los israelíes no necesitan que los estadounidenses les den lecciones de democracia. Con la excepción de los partidos de la Lista Árabe Unida –una alianza entre islamistas, comunistas y nacionalistas antisionistas–, todos los grandes partidos de Israel son democráticos. EEUU puede discrepar de algunos de ellos respecto al proceso de paz, pero la idea de que la victoria de la izquierda israelí sea un interés nacional de EEUU es bastante dudosa, aunque haya sido la postura adoptada por varias Administraciones. El primer presidente Bush no ocultó su deseo de que Isaac Shamir fuese sustituido por Isaac Rabin en 1992, y a Bill Clinton le faltó hacer campaña puerta a puerta en Tel Aviv por Simón Peres y el Partido Laborista en 1996, cuando Netanyahu se ganó su primera legislatura como primer ministro. Clinton mostró similarmente su abierto apoyo a Ehud Barak en 1999, cuando el laborista venció a Netanyahu. Y no hace falta que sepamos en qué andaba el Departamento de Estado en 2009, 2013 y 2015 para entender que la Administración Obama esperaba que las elecciones israelíes las ganara “cualquiera menos Bibi”.
Para ser justos, la cálida recepción de Netanyahu a Mitt Romney, cuando el que fuera candidato republicano en 2012 visitó Israel ese mismo año, se entendió, y no sin razón, como un mensaje de los israelíes a los estadounidenses sobre quién querían que ganara en noviembre. Como los estadounidenses, también ellos tienen derecho a tener sus opiniones, y se juegan mucho más en el resultado.
El problema aquí no es tener una opinión. Es cómo el Departamento de Estado usa fondos parafinanciar a grupos activistas en Israel. Dado el entorno estratégico, Israel podría seguir necesitando la ayuda militar de EEUU. Pero ese aspecto de la relación no da derecho a EEUU a dictar el resultado de las elecciones democráticas celebradas allí. La idea de que el Gobierno estadounidense invierta en ONG israelíes como si Israel fuera un país en desarrollo, en el que la democracia estuviese amenazada o necesitase ayuda es, además de falsa, profundamente ofensiva.
El informe del comité del Senado sobre el uso de fondos del Departamento de Estado para influir en las elecciones de 2015 explica que si no se ha violado ninguna ley o normativa del Gobierno ha sido únicamente porque no hay normas que prohíban ese uso inapropiado del dinero de los contribuyentes. Pero jamás debería repetirse. Aunque la financiación haya sido indirecta –la ONG que recibió 300.000 dólares utilizó una infraestructura que los estadounidenses ayudaron a construir para financiar una campaña de llamamiento al voto contra Netanyahu–, no está bien. No es asunto de EEUU, ni tiene derecho a actuar como el benefactor de grupos que son actores partidistas en la esfera pública israelí. Además, como la mayoría de las intervenciones torpes, estaba condenada al fracaso, como demostró la victoria de Netanyahu.
Aunque nada puede evitar que los futuros presidentes de EEUU expresen sus opiniones sobre quién debería ganar las elecciones israelíes (o que los primeros ministros israelíes quieran que los candidatos proisraelíes prevalezcan sobre aquellos menos entusiastas con la alianza entre ambos países), el próximo presidente debería establecer normas estrictas y rápidas para las agencias gubernamentales que se dedican a financiar a cabilderos y políticos israelíes. Los israelíes pueden tomar sus propias decisiones sobre sus líderes, y sobre medidas que para ellos son cuestión de vida o muerte. Igual que verían con malos ojos que grupos extranjeros financiaran comités de acción política en nuestras elecciones, los norteamericanos deberían mostrar el suficiente respeto por ese principio y dejar de financiar a los grupos izquierdistas anti Netanyahu.
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio
Como se ven las relaciones entre Israel y EE.UU después de las próximas elecciones de noviembre, gane quien gane?