La respuesta obvia es que los críticos saben perfectamente que sí es un problema: una organización que obtiene la mayor parte de su financiación de un Gobierno extranjero no es en absoluto una organización no gubernamental, sino un instrumento al servicio de la política exterior de ese Gobierno. De hecho, la UE lo explicita en sus directrices sobre financiación: para que una organización israelí que realiza actividades en sus territorios pueda optar a recibir fondos de la Unión, debe adherirse a su política exterior sobre el conflicto israelo-palestino. De paso, esto también explica por qué 25 de las 27 organizaciones a las que afecta la ley son izquierdistas: la extrema izquierda es el único sector del espectro político israelí que comparte las opiniones de Europa respecto al conflicto, y de ahí que Europa esté dispuesta a financiarlas.
Si una organización es un instrumento de la política exterior de un país extranjero, resulta muy difícil esgrimir que objetivamente es una organización pro derechos humanos, como se venden a sí mismas. Se trata más bien de una organización abiertamente política que busca presionar a Israel para que adopte las políticas preferidas por un Gobierno extranjero. Y por supuesto que hacer que esto se sepa podría ser “estigmatizador”, en el sentido de que los israelíes podrían estar menos dispuestos a confiar en lo que dice una organización cuando se den cuenta de que su –no muy oculta– agenda política pueda estar influyendo en sus informes.
Por eso precisamente los israelíes tienen la necesidad y el derecho a saber de dónde procede la financiación de esas organizaciones, sobre todo por la magnitud de los fondos que manejan. Y por eso la ley no tiene nada de remotamente antidemocrático, como explica con detalle aquí el experto Eugene Kontorovich.
Con todo, si ése fuese realmente el temor de los críticos de la ley, llegarían un poco tarde. En todos estos años desde que surgiera por primera vez la idea de aprobarla, la mayoría de las organizaciones en cuestión se han vuelto tan tóxicas que es difícil que la información sobre su financiación extranjera pueda hacer que los israelíes las vean con aún peores ojos. Por lo tanto, el impacto más probable de que se hagan públicas sus fuentes de financiación no será la deslegitimación de las organizaciones, sino la deslegitimación de sus donantes, que es justo lo que a Europa, que provee la mayoría de los fondos, le preocupa tanto.
Actualmente, una parte nada desdeñable de la influencia de Europa sobre Israel proviene del hecho de que los israelíes siguen admirándola y, por lo tanto, quieren caerle bien, y no solamente hacer negocios con ella. El hecho de que Europa sea el principal socio comercial de Israel también tiene gran importancia, obviamente, pero el ángulo emocional, que proviene sobre todo del papel de Europa como parte del Occidente democrático, tampoco debería subestimarse.
Ahora consideremos que esa admiración pudiera verse afectada al descubrirse cuánto dinero da Europa a, por ejemplo, Breaking the Silence (BtS). Esta organización, que recopila testimoniosde soldados israelíes sobre presuntos abusos, no goza de buena fama en Israel por muchos motivos: porque los israelíes no creen que lo que dice sea un reflejo preciso de las actuaciones de su Ejército (v. aquí un ejemplo atroz); porque esos testimonios son estrictamente anónimos, lo que imposibilita que se investiguen sus alegatos, y porque dedica la mayor parte de su tiempo y sus esfuerzos a promocionar sus informes en el extranjero, convenciendo así a muchos israelíes de que está más interesada en mancillar la imagen de Israel que en lograr que el Ejército mejore su conducta. Pero el mes pasado se produjeron dos incidentes que hicieron que su reputación cayera aún más bajo.
El primero fue el infame discurso de Mahmud Abás en el Parlamento Europeo, donde repitió el libelo de sangre medieval diciendo que los rabinos estaban ordenando a sus seguidores que envenenen los pozos palestinos. Esta acusación tenía su origen en la noticia de una agencia turca que citaba como fuente a BtS, lo que parecía bastante dudoso. Hasta que la web israelí NRG publicó un vídeo donde aparecía uno de los fundadores de la organización afirmando que los colonos habían maquinado la evacuación de un pueblo palestino envenenando sus pozos. Y un respetado periodista de izquierdas, Ben Dror Yemini, publicó una columna con más documentación sobre lo afirmado por la organización y su falsedad. Resultó que BtS estaba difundiendo un libelo de sangre medieval.
Más tarde, la semana siguiente, un grupo de reservistas habló públicamente de sus experiencias sobre cómo BtS recoge sus testimonios: resulta que se valen del acoso y del engaño. Tras su baja del Ejército, la organización les llamó varias veces para pedirles que hablaran sobre sus experiencias en la guerra de Gaza de 2014; uno de ellos dijo que le habían llamado ocho o nueve veces. Pero cuando al final aceptaron descubrieron que la organización seleccionaba los testimonios para presentar al Ejército con la luz menos favorecedora posible.
Para entender lo tóxica que se ha vuelto BtS, tengamos en cuenta el hecho de que la presidenta de la Universidad Ben Gurión –que ha defendido escrupulosamente el derecho de la organización a hablar en los seminarios de su universidad– anuló la decisión departamental de concederle un premio económico mes pasado. Lo que dijo en esencia la profesora Rivka Carmi es que, aunque ella defienda el derecho a hablar de la organización, no está dispuesta a que su universidad la financie. Y cuando has perdido a las universidades, que se cuentan entre las instituciones más izquierdistas de Israel, es que has perdido a todo el país.
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio
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