Un gitano de origen rumano llamado Dimitri Orlin, que se ganaba la vida como volatinero entre Moldavia y Transilvania tendiendo su alambre de los árboles y silbando canciones de cuna a veinte metros de altura, solía llevar la gran vara de abedul para el contrapeso a casa del Rabí Eli Shoshani de Turda para que éste, tonelero de profesión, le equilibrara los pesos con bolitas de plomo sabiamente incrustadas en los extremos. Eran ocasiones felices para Dimitri, porque compartía con el judío los dulces vinos de fiesta y los pepinos en salazón, tartas de miel en invierno y cerezas en verano. Pero también lo eran para Rabí Eli Shoshani, que dejaba lo que estaba haciendo en su oscuro taller, encomendaba la forja a uno de sus ayudantes y salía al patio a hablar con Dimitri.
El judío mordía, invariablemente, una brizna de hierba, una ramita bien de regaliz bien de rosal o de la planta leñosa que tuviera a mano. Hablaba, incluso, con ella en la boca, para disgusto de su esposa y de muchos conocidos. Un día de primavera en que se le ocurrió convidarle con un tallo de hinojo al gitano, éste le dijo:
-No, gracias, prefiero mi vieja pipa.
-No sabes lo que te pierdes-dijo el judío-. Dios tiene más sabores que nombres, y en cada hierba oculta un perfume y en cada perfume una enseñanza.
-Cuando estoy allí arriba-dijo el gitano señalando el cielo de sus proezas acrobáticas, el espacio de su suspensión-, ni fumo ni pienso ni puedo hacer otra cosa que tararear canciones de cuna. Sé que las manos de aire de mi madre están cerca para sostenerme si caigo, y la evoco sonriente y amorosa a una edad en que ni siquiera sabía que era rubia.
-Toma-le dijo el Rabí Eli Shoshani, tendiéndole un tallo de gramínea-Nunca se sabe cuándo un buen sabor nos protegerá de una amargura.
Años más tarde, a treinticinco metros de altura, en Ploesti, a Dimitri el gitano se le deslizó la vara del contrapeso de las manos y quedó suspendido de la habilidad de sus pies una tarde de vientos cruzados, ante la mirada de mil personas, desprotegido, asustado y con la mitad de una nana infantil atragantada en la raíz de su lengua. Acordándose, de pronto, de que guardaba en el bolsillo de su chaleco de pana la brizna de hierba del judío Shoshani, la extrajo y se la llevó a la boca. Sabía a mañana tranquila en un prado de montaña, a certidumbre oscura y a protección clara.
Al llegar, sano y salvo, a uno de los extremos del alambre, Dimitri suspiró un profundo ah de agradecimiento. Meses más tarde, de regreso en el taller de Rabí Eli Shoshani de Turda, tras contarle lo sucedido, oyó decir al viejo tonelero:
-El secreto de nuestro apoyo es un punto sucesivo, un instante fuera del tiempo. La luz que entre dos respiraciones desnuda sus propósitos en el interior de nuestros pulmones.
Algunos kabalistas sostienen que nuestra vida está suspendida de una hebra, de un filamento o nimáh ( hmyn) tan sutil que, en la tierra, podría compararse a la hierba más fina y danzante. Quien-a semejanza de las espigas y los tallos- se inclina sin romperse, quien ondula sin desprenderse, por eso, de la adherente ley del suelo, ése o ésa tienen su soplo o hei ( h ) al amparo pleno del hado o la buena fortuna, llamada en hebreo minei ( ynm ). Por otra parte, desde mucho antes del período zohárico-siglo XIII-, los maestros consideraban a la letra yod ( y ), presente en brizna o nimáh, , el punto más pequeño del misterio más grande. En torno a ese punto está, ciertamente, también el manáh ( hnm ) o sabroso alimento celeste.
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