Al principio Rabí Yotam de Nehardea fascinaba a todo el mundo por el tono de su voz, por la melodía que infundía a sus frases. Sus palabras llamaban la atención en la misma medida en que su pensamiento coincidía con el de los demás, pero el día en que decidió ampliarlo, llenarlo de los ángeles de Babilonia y de las delicadezas botánicas de la India, poblarlo de sinuosidades y extender sus dominios mentales, ese mismo día lo hallaron incomprensible y farragoso, rehuyeron su compañía y desoyeron sus ideas acerca del color ultramarino del lapislázuli como huella de otro cielo. Lo marginaron y evitaron hasta su mera presencia. Entonces, viendo que nadie quería oírlo, en verdad, más que un par de minutos, Rabí Yotam de Nehardea, maestro y escriba, dejó de hablar, enmudeció de la noche a la mañana. Aquellas palabras, verbos, prefijos y adjetivos que tantos años le habían costado domesticar, desaparecieron poco a poco de su mente por falta de uso. Sin embargo, no perdió el habla rápidamente. Aprendió a hablar consigo mismo y a contarse toda clase de historias sobre la inevitable soledad de los profetas y la virtud acomodaticia de los fariseos, el tiempo propio y el tiempo compartido, pero el ruido a discusión y la pastosidad misma de los monólogos terminaron por agobiarlo, a tal punto que calló para siempre.
Cuando otros se sentaban a llorar y cantar bajo los sauces recordando Jerusalén, él se acomodaba junto al río para oír la conversación de los remos en el agua. Tampoco ese hábito le duró mucho, pues quien enmudece de una vez para siempre descubre, un buen día, que ha dejado de oír bien. Y así fue como también se volvió sordo, adquiriendo la costumbre de expresarse, en sus compras y pequeñas tareas, con las manos, como había visto hacerlo a los sordomudos de nacimiento. De torpes que eran muy pronto los dedos se le transformaron en palomas, en halcones, en hojas y en colas de gato. Al cabo de un tiempo la velocidad de sus nudillos, índices y pulgares llegó a ser tan impresionante y exacta que él mismo, Yotam de Nehardea, se asombraba de que aquellas manos fueran suyas. Aprendió a percibirse los trabajos del corazón llevándoselas al pecho y contrajo la costumbre de, tras sentir los latidos percutir en sus palmas, lanzarlos al aire con una sonrisa en los labios, devolviéndolos al curso celeste del que proceden para que el sol y la luna no gastaran del todo el tesoro de sus ritmos. Después descifró lo que decían sus párpados al frotarlos con las yemas de los dedos, y más tarde logró diferenciar, soplando sobre sus palmas, las dos o tres temperaturas de su aliento. Tan pronto algo era percibido, lo devolvía al cielo con ligereza y gratitud.
Atraídos por ese sutil y expresivo lenguaje, quienes habían dejado de oírlo volvieron a él. Les admiraba, sobre todo, la precisión, la gracia desplegada por los giros de sus dedos.
Primero fueron tres, luego cinco y más tarde se contaban por decenas sus espectadores. Unos pensaban que su elocuencia era sublime, otros que no decía nada en especial, pero lo hacía con tanta elegancia y perfección que semejaba Moisés en el desierto iniciático de sus largas caminatas. Para entonces Rabí Yotam de Nehardea se había hecho un mundo en el mundo, no precisaba de nadie, y un único pensamiento poblaba sus noches y sus días: ´´Aquél que cuando hablaba no era oído ahora es un maestro del aire callado. Quien hace del rechazo verbal que lo proscribe un arte, llega a interpretar lo que el silencio quiere que se sepa.´´
Rabí Yotam de Nehardea murió a los ochenta y ocho años mientras estaba sentado a la puerta de su casa en el barrio de los talabarteros. Sucedió en el mes de Nisán, cuando la hierba es tierna y los lirios anuncian climas más nítidos. Cinco golondrinas escribieron su nombre en el cielo, pero, excepto él, y un instante antes de expirar, nadie pudo descifrar cómo aquellos vuelos reproducían estas sílabas, y hasta qué punto la extrema lejanía se había convertido en su más gozosa intimidad.
Los kabalistas hablan de una cierta ´´luz que vuelve´´, or jozer, para referirse tanto a la materia que irradia la misma luz que la creó, como a la más alta misión del estudiante. En el verbo hebreo devolver, lehajzir ( ryzxhl )hallamos, de paso, la raíz zohar ( rhz ), esplendor, y también hel ( lh ), el halo, el aura.
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