En el verano de 2013, Irán se precipitaba en un caos geopolítico, diplomático y económico. La economía iraní estaba a pocos meses de iniciar una espiral negativa que Teherán tenía pocas posibilidades de frenar. Una resolución vinculante del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas había ordenado que Irán detuviese todas sus actividades con uranio, plutonio y misiles balísticos, y que revelara el verdadero alcance de sus incumplimientos en materia nuclear.
Después, la Administración Obama llevó a las potencias del P5+1 a iniciar negociaciones con Irán. A cambio de sentarse a hablar, los iraníes recibieron cientos de millones mensuales, con lo que estabilizaron su economía. Al final, los diplomáticos de EEUU ofrecieron a Irán un acuerdo para legalizar sus actividades con uranio, plutonio y misiles balísticos en un plazo determinado –en el entretanto, su trabajo contaría con el respaldo internacional– y que no le obligaba a revelar las trampas que había hecho previamente en materia nuclear.
El acuerdo también liberó de inmediato unos 100.000 millones de dólares para Teherán, terminó con las sanciones internacionales contra el régimen de los ayatolás, hizo que los funcionarios estadounidenses viajaran a Irán para promover negocios, eliminó las restricciones a una serie de terroristas iraníes y permitió que Irán siguiera operando miles de centrifugadoras durante todo el proceso negociador; después, para justificar todo eso, el presidente y sus aliados dijeron que los diplomáticos estadounidenses lo habían hecho lo mejor posible.
En su nuevo y fundamental libro, The Iran Wars, el jefe de Política Exterior del Wall Street Journal, Jay Solomon, da cuenta de los cambios de la postura estadounidense hacia Irán tras el 11-S. A comienzos de 2006, funcionarios del Departamento del Tesoro viajaron por todo el mundo ejerciendo una presión sistemática sobre Irán por su programa nuclear. Muchas veces los oficiales estadounidenses se valían del engatusamiento, pero otras muchas utilizaban sin complejos el poder económico de EEUU contra las entidades extranjeras que se resistían: a empresas, bancos y países se les dijo que tenían que escoger entre tener acceso al sistema financiero de EEUU o hacer negocios con Irán.
Altos cargos estadounidenses dedicaron sus carreras a viajar por todo el mundo para hacer advertencias personales, y respaldarlas después. Los bancos que desafiaron la resolución de EEUU se enfrentaron a multas de miles de millones de dólares. También los países: la India se expuso al colapso financiero cuando EEUU cumplió sus amenazas de bloquear a las instituciones que no acataran las sanciones. Hubo muestras de indignación en casi todos los casos, pero los funcionarios de EEUU utilizaban el poder americano y la tóxica reputación iraní –era la época de Mahmud Ahmadineyad, el presidente que se desvivía por un Holocausto– para aislar sistemáticamente a Teherán.
Solomon describe con naturalidad a un Barack Obama igual de obsesionado con cambiar la postura de EEUU hacia Irán y dispuesto a someter gran parte de la política exterior estadounidense al servicio de ese objetivo. Obama empezó su mandato enviando cartas secretas al jefe del Estado iraní, el ayatolá Jamenei, donde reconocía las prerrogativas de la “República Islámica” y renunciaba a un cambio de régimen en Teherán. En general, cortó la financiación a los grupos contrarios al mismo y, en concreto, dejó abandonados a los iraníes moderados en los albores de la Revolución Verde de 2009, originada luego de que el referido régimen falseara las elecciones presidenciales de ese año. Cuando las conversaciones nucleares parecían tropezar con algún escollo, envió otra carta a Jamenei ofreciendo Siria como parte del ámbito de influencia de Irán.
Pero aunque Obama quería reorientar el foco de EEUU, lo hizo sobre todo en un segundo plano, y la vieja política se mantuvo en la entropía, debido en gran parte a la insistencia del Congreso de EEUU en que se acataran sus leyes. Eso produjo unos resultados asombrosos. La economía de Irán corría el peligro de desintegrarse, como consecuencia de una de las campañas más audaces en la historia de la gobernanza. En 2013, en algunas zonas se había vuelto al trueque. El país estaba a meses de quedarse sin moneda fuerte. Los presupuestos tenían un agujero de 200.000 millones de dólares. Y el Departamento del Tesoro se había asegurado de que Irán no tuviese modo de recuperarse: ya no se aceptaban barcos y aviones iraníes más allá de las fronteras del propio Irán, y los ingresos del petróleo estaban congelados en cuentas extranjeras.
Aunque después se atribuyó el mérito por la campaña de presión, la Administración Obama había luchado contra las sanciones durante años. Sus mandarines afirmaron que apretar la soga sobre la economía iraní haría que se derrumbara la política de sanciones. Pero el Congreso ignoró las advertencias. Los aliados de EEUU temieron al Departamento del Tesoro, como siempre, y los mercados no se desintegraron. La Administración siguió convencida de que EEUU tenía que cambiar de rumbo. Solomon cita una entrevista con el asesor adjunto de Seguridad Nacional, Ben Rhodes, en la que éste le dijo que una actuación contra Irán provocaría la quiebra de la economía global.
Rhodes y sus compañeros de Seguridad Nacional presumirían después ante David Samuels, en The New York Times Magazine, de que vendieron el acuerdo nuclear en 2015 canalizando precisamente esas afirmaciones a través de una “caja de resonancia” compuesta por lobistas, expertos formados en la Casa Blanca y periodistas bisoños. El guion que seguía la Administración era que el régimen de sanciones había fracasado, que no se podía salvar y que ningún diplomático estadounidense podría lograr un acuerdo mejor. Para crear y proteger ese discurso era necesario generar confusión respecto a todo lo que se hizo en la década anterior, no sólo en lo relacionado con el contenido del acuerdo, sino sobre cómo se había malgastado –y después revertido– una década de esfuerzos para contener a Irán.
A veces la tarea consistía en decir alguna tontería: en un determinado momento, Kerry declaró que el triunfo de la oposición al acuerdo supondría el fin del dólar americano. A veces se trataba de hacer estridentes apelaciones a la autoridad: la portavoz del Departamento de Estado Marie Harf rechazó las preocupaciones –que después resultaron justificadas– respecto de que Irán estuviese haciendo trampas diciendo que había hablado “con todos los expertos nucleares al respecto” y que no había “preocupación” alguna.
En muchos casos, los partidarios del acuerdo con Irán llegaban incluso a hacer luz de gas: decían a congresistas y periodistas que sus impresiones eran equivocadas, que no veían ni oían lo mismo que ellos. En abril de 2015, el presidente anunció que el acuerdo legalizaría el programa nuclear de Irán y permitiría a los iraníes dar otra vuelta de tuerca a la carrera nuclear al cabo de una década: “Los tiempos se reducirían prácticamente a cero”. Esto causó indignación en la opinión pública. Los funcionarios del Gobierno gestionaron el asunto diciendo sin pestañear a los periodistas que el presidente no estaba hablando del acuerdo nuclear.
The Iran Wars evidencia cómo la Administración ocultó elaboradamente los detalles de la negociación desde el principio. Gran parte de la tensión pública entre el secretario de Estado, John Kerry, y el ministro de Exteriores iraní, Javid Zarif –incluidos los abandonos de las negociaciones y los conflictos aparecidos en los medios–, era puro teatro. Durante varios años, los dos escenificaron estar llevando a cabo negociaciones en foros multilaterales mientras Kerry hacía concesiones en encuentros privados que darían lugar al acuerdo nuclear. En 2013, en Naciones Unidas, Kerry y Zarif se escabulleron a una sala anexa para intercambiar sus direcciones de correo electrónico y sus números personales de teléfono, y para 2016 ya hablaban varias veces al día. Solomon cuenta cómo iban a pasear juntos entre medias de cientos de horas de negociaciones en Viena, Zúrich, Nueva York, Ginebra y Múnich. Aquello fue el telón de fondo para que Kerry ofreciera unas concesiones sin precedentes. Ni siquiera quedó claro en ningún momento –destaca Solomon– si Zarif hablaba verdaderamente en nombre del régimen iraní.
Esos intercambios se habían desarrollado a través del denominado canal omanés –mantenido en secreto para los aliados durante años–, donde se perfilaron los verdaderos contornos del acuerdo. Entre tanto, hubo negociaciones públicas, con condiciones que hablaban de subvencionar a los iraníes por permanecer en la mesa de negociaciones y que estabilizaban la economía iraní, con el nocivo efecto de incentivar a Teherán a hablar mientras menguaba el margen de maniobra de EEUU. Siempre que el Congreso actuaba para aumentar la presión sobre Irán con nuevas sanciones, Kerry repetía los viejos argumentos de la Administración sobre sus escasas posibilidades de prosperar.
En abril de 2015 los diplomáticos de EEUU elaboraron un marco, en el que no figuraba ninguno de los compromisos adoptados ante el Congreso en aquellas veces en que se le pidió que se mantuviera al margen. Cuando alguien –miembros del Congreso o socios internacionales– presionaba en este punto, la Administración se ponía a la defensiva. Solomon refiere un episodio en el que el equipo de Kerry reaccionó de manera agresiva y menospreció a los franceses por buscar una línea más dura.
De muchos de estos hechos se informó cuando se produjeron, pero fueron acallados en un intento de obstaculizar el debate público. El excelente libro de Solomon consolida los hechos, no las mentiras de la Administración Obama, a la espera de un debate público que, dada la creciente agresividad de Irán en todo Oriente Medio, volveremos a tener pronto.
© Versión en inglés: Commentary
© Versión en español: Revista El Medio
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