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| sábado diciembre 28, 2024

¿Cómo sería, exactamente, un Estado palestino?


Todo el mundo está a favor –o lo aparenta– de una “solución de dos Estados”, según la cual la paz entre Israel y los árabes palestinos sólo llegará cuando los palestinos puedan fundar su propio Estado independiente junto a Israel. No hay presidente, primer ministro, ministro de Exteriores o líder de opinión que no pida la creación inmediata de dicho Estado en la Margen Occidental. Recientemente, al anunciar un acuerdo sobre ayuda militar con Israel, el presidente Barack Obama dijo que sólo será posible “la seguridad en el largo plazo” una vez que haya “una Palestina independiente y viable”.

Sin embargo, pocos se han molestado en preguntar cómo sería ese Estado palestino. ¿Sería un país amante de la paz, como Holanda o Suiza? ¿Un país que buscase la paz con Israel? ¿O sería, como ya ocurre con la Autoridad Palestina (AP), un Estado disfuncional e irredentista, como muchos de sus vecinos?

Al ser preguntado hace poco sobre qué tipo de Estado imaginaba que sería una Palestina independiente, el embajador Dennis Ross (que ha trabajado para las últimas Administraciones como experto y negociador en Oriente Medio), respondió que esperaba que fuese “un Estado democrático, respetuoso con la ley, bien administrado, transparente y que buscara la paz”, pero que, por supuesto, no podía “estar seguro al respecto”.

Cuando se le preguntó en qué basaba su esperanza de que se pudiera ir hacia un Estado democrático desde el régimen dictatorial de la AP, Ross habló de los esfuerzos que hizo entre 2007 y 2013 el entonces primer ministro palestino, Salam Fayad, que impulsó reformas económicas para lograr el crecimiento y la prosperidad en vez de dedicarse a la lucha armada contra Israel. Fayad pensaba que una economía próspera propiciaría el surgimiento de unos líderes moderados y un Estado funcional que pudiera coexistir con Israel. Tenía razón, naturalmente, y por eso le dio la patada Mahmud Abás. (Elegido para una sola legislatura de cuatro años, Abás va ya por su decimoprimer año como presidente de la AP).

Era previsible que Salam Fayad fracasara. Dennis Ross y otros se están alimentando de unas vanas esperanzas si creen que puede surgir un Estado democrático de una AP criminal y represora.

Pero esa es sólo una más de una larga lista de falsas esperanzas.

Recordemos 1993, cuando Simón Peres empujó al primer ministro israelí, Isaac Rabín, a pactar con el maléfico Yaser Arafat. Rabín y Peres consintieron que Arafat y sus bandas terroristas impusieran sus normas sobre los desventurados palestinos de la Margen Occidental y Gaza. Le dieron a la Organización para la Liberación Palestina (OLP) de Arafat una base territorial, armas y dinero. Ingenuamente, dieron a Arafat control sobre miles de millones de dólares en donaciones e impuestos, sabiendo que la mayor parte serían robados o utilizados para promover el terrorismo mediante una vil propaganda antisemita. Los campesinos palestinos, en su mayoría analfabetos y desamparados, eran una presa fácil para esa instigación, así que el terrorismo prosperó. Y aún así Israel pensaba que la Autoridad Palestina de Arafat era una amenaza menor que la representada por una más radical Hamás ganando terreno en la Margen y Gaza.

El acuerdo –firmado en Oslo y ratificado en los jardines de la Casa Blanca con el apoyo entusiasta del presidente Bill Clinton– permitió a Arafat fundar una dictadura corrupta cuyas energías estaban dedicadas a la destrucción de Israel, al margen de cuál fuese el coste para los pobres y desfavorecidos en los territorios palestinos. Los palestinos han venido disfrutando de una relativa libertad y prosperidad bajo una ocupación israelí en su mayor parte benigna. Con Arafat, padecieron su puño de hierro, ya que encarcelaba, torturaba y mataba a todos sus detractores (y a muchos que él simplemente creía detractores).

Una de sus primeras medidas fue destruir el proceso económico de paz, iniciado en 1967, cuando Israel ocupó la Margen y Gaza, en un proceso de reconciliación informal mediante la cooperación económica que duró 20 años.

Al principio, Israel aplicó en los territorios una política liberal en lo social y lo económico, y hasta cierto punto en lo político. Mantuvo los puentes abiertos con Jordania, lo que permitió a los palestinos hacer negocios con la mayoría de los países árabes y viajar sin demasiadas restricciones. Israel no interfirió en los asuntos internos palestinos, incluso mantuvo en vigor la legislación jordana. Los israelíes comían y compraban en las ciudades y mercados árabes, y su consumo suponía una cuarta parte de la economía de la Margen Occidental. En veinte años, el PIB palestino se cuadruplicó. La potenciación de la riqueza generó movilidad social, aflojando el control que ejercían el clan y la familia. La sanidad y la educación mejoraron. La mortalidad infantil descendió. Las mujeres y los niños palestinos fueron los beneficiarios de estas espectaculares mejoras.

En ese periodo hubo considerablemente menos ataques terroristas. Los pocos que hubo fueron en su mayoría perpetrados por mercenarios de la OLP. No es que los palestinos estuviesen encantados con la ocupación israelí: a nadie le gusta vivir bajo ocupación, ni siquiera bajo una de tipo benigno. Pero, al comprender los beneficios económicos y sociales que les deparaba, muchos palestinos consideraron la ocupación un mal menor y aprendieron a vivir con ella. Cuando, después de Oslo, se les dio a elegir entre el pasaporte palestino o el carnet de identidad israelí, más del 90 % de los árabes de Jerusalén –un vivero de fervor musulmán y nacionalismo árabe– escogió la opción israelí.

Después de Oslo, los palestinos fueron sometidos a un tipo distinto de ocupación, a una cleptocracia dirigida por Arafat. A día de hoy, la AP sigue robando, oprimiendo y empobreciendo a sus ciudadanos.

Dennis Ross ha reconocido que los diplomáticos no se figuraron el tipo de régimen que se iba a imponer a los palestinos:

Deberíamos habernos centrado en las tareas de construcción del Estado, pero no lo hicimos hasta, en efecto, después del derrumbe de Oslo.

Estados Unidos ha dado cientos de millones de dólares anuales a la Autoridad Palestina, miles de millones en total. Se calcula que, en su época, Arafat desvió hasta 900 millones de las arcas de la AP. Y el dinero que no fue robado fue utilizado en su mayor parte para dar trabajo y otros beneficios a los matones de Arafat que poblaban la extensa burocracia de la AP.

Arafat murió en 2004, pero, una década después, su burocracia corrupta sigue dominando la economía palestina. La AP es la principal empleadora en la Margen Occidental y en Gaza, y da empleo a 220.000 trabajadores: 160.000 en el sector civil y los demás en 17 servicios de seguridad diferentes. (De nuevo, quizás el término trabajadores no sea el más adecuado. Según un informe de 2010 del Banco Mundial, unos 13.000 eran “empleados fantasma”).

Los servicios de seguridad incluyen una fuerza de seguridad naval para una inexistente marina. Pero no son ninguna broma: estos servicios espían a la población, y también se espían entre ellos. Aterrorizan a los palestinos, especialmente a los que puedan disentir, con arrestos arbitrarios, palizas y torturas, todo ello sin juicio.

¿Por qué Estados Unidos y la Unión Europea siguen respaldando a un régimen tan despiadado? Cualquier resurgir del proceso de paz se acompaña de miles de millones en subvenciones para la Autoridad Palestina, sin que se dé ningún paso para promover la gobernanza decente o poner fin a décadas de corrupción. En mayo de 2013 el secretario de Estado, John Kerry, anunció que se recompensaría a la AP por llegar a un acuerdo de paz con 4.000 millones de dólares adicionales en ayudas.

En un reciente artículo titulado “What to Expect from an Independent Palestinian State” (“Qué se puede esperar de un Estado palestino independiente”), Fred Marún, árabe y residente en Canadá, lo resumía así:

Si se crea un Estado palestino sin corregir [sus] prácticas destructivas, es altamente probable que siga la pauta ya establecida, y que sea un régimen instigador del odio, corrupto, antidemocrático, opresor, beligerante e ineficaz.

Se puede producir la paz entre los israelíes y los palestinos, pero sólo cuando los palestinos se hayan liberado del régimen de la Autoridad Palestina y de Hamás. Requerirá tiempo y paciencia, pero se puede lograr. Llegará cuando la gente comprenda que la paz mejora sus vidas, que la paz trae prosperidad. Desgraciadamente, los Acuerdos de Oslo acabaron con lo que era un proceso de paz económico informal que podría haber evolucionado hacia una solución política; tal vez, como en Suiza, en forma de federación árabe-israelí o de cantones independientes. El Gobierno corrupto iniciado por Arafat –e impuesto a los palestinos por un despistado liderazgo israelí– puso fin a esta prometedora evolución.

Se puede resucitar la paz, pero no mientras la AP siga contando con una ayuda de miles de millones de dólares de los bolsillos de los contribuyentes estadounidenses y europeos. Sólo entonces los palestinos decentes, hoy callados con amenazas, podrán construir una sociedad civil, la base de una vida mejor y un sistema de gobierno sano. Esa sociedad civil negociaría una paz auténtica y duradera con Israel.

En cambio, una solución de dos Estados no haría más que investir a la Autoridad Palestina con el estatus de Estado-nación. Eso no traería la paz, sino que la estaría retrasando otra generación.

© Versión en inglés: The Weekly Standard
© Versión en español: Revista El Medio

 
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