Dejando de lado el tema de la ocupación –aunque ya lo hemos tratado en varias ocasiones–, acudiremos a una afirmación del expresidente de la Universidad Al Quds, el filósofo palestino y antiguo enviado de la Autoridad Palestina a Jerusalén Sari Nuseibeh: “Habría que estar ciego para negar la conexión judía con Jerusalén”. Así se pronunció en el año 2001 este académico palestino, respetado y reconocido en todo el mundo; pero, por supuesto, la evidencia de que Jerusalén tiene un carácter judío inapelable podemos encontrarla en muchas más fuentes.
Jerusalén es mencionada en el Antiguo Testamento 656 veces, 812 en toda la Biblia –que sitúa la conquista de la ciudad por parte del rey David en el año 1004 a. C.– y 3.212 en el Talmud. La unanimidad académica, histórica y arqueológica en torno a la identidad judía de Jerusalén es absoluta. De acuerdo con la arqueóloga Kathlyn Kenyon, Jerusalén ya era un asentamiento semita alrededor del siglo XXVI a. C., y según Israel Finkelstein y Neil Silberman, quienes en su Biblia desenterrada (2002) reconstruyen el Israel antiguo de acuerdo con los hallazgos arqueológicos disponibles, afirman que Jerusalén fue la capital de dos reinos israelitas.
Desde el año 70 d. C., fecha en la que las tropas de Tito toman Jerusalén y acaban con la soberanía judía, los judíos de la Diáspora rezan mirando a Jerusalén, y más concretamente al Muro de las Lamentaciones, el último vestigio del Gran Templo de Salomón. En el relieve del pasaje central del Arco de Tito, situado en Roma, se escenifica el saqueo de los tesoros del Templo, el más llamativo de los cuales es un candelabro gigantesco. El Templo fue reformado por Herodes –el primero fue destruido por Nabucodonosor en el año 586 a. C.–, y en los ladrillos del Muro cualquier alumno de arqueología puede apreciar los rasgos de la arquitectura herodiana. A partir de entonces, en todas las bodas judías, independientemente del rito que sigan, se recita el salmo 137:
Si me olvidare de ti, oh Jerusalén,
pierda mi diestra su destreza.
Mi lengua se pegue a mi paladar,
si de ti no me acordare;
si no enalteciere a Jerusalén
como preferente asunto de mi alegría.
Una de las mayores autoridades históricas sobre Israel, sir Martin Gilbert, escribió que “Jerusalén es el centro físico y espiritual de los judíos como pueblo”. El movimiento de liberación nacional de los judíos, el sionismo, coge su nombre del Monte Sión, en el que está asentada la Ciudad Vieja de Jerusalén.
Por otro lado, mientras estuvo bajo soberanía cruzada, mameluca, otomana o británica, Jerusalén jamás fue declarada capital de nada. Sólo ha sido capital de los judíos. Desde 1949 hasta 1967, cuando la Ciudad Vieja estuvo ocupada por Jordania, las 58 sinagogas que había en el barrio judío fueron destruidas, en el cementerio del monte de los Olivos se construyeron letrinas y el Muro de las Lamentaciones quedó como un pasadizo oscuro, descuidado y lleno de basura.
Durante el largo vagar en el exilio, la presencia judía en Jerusalén fue intermitente. Uno de los más famosos inmigrantes fue Najmánides, en el año 1230 de nuestra era. Después de la expulsiones de Europa, judíos de todo el continente regresaron a Israel y a Jerusalén. La familia del que fuera presidente de Israel Isaac Navón, nacido en Jerusalén, se estableció en la ciudad tres veces santa en 1670. En abril de 1854, un tal Carlos Marx escribió para el New York Daily Tribune: “En Jerusalén habitan unas 15.500 personas, de las que unas 4.000 son musulmanas y unas 8.000 son judías”.
El carácter judío de Israel es innegable, pese a lo que la Unesco o el Comité del Patrimonio de la Humanidad aprueben en sus resoluciones. Su estatus jurídico final, según los Acuerdos de Oslo, se decidirá en negociaciones directas y bilaterales, y la Unesco no puede cambiar esa realidad –de hecho, así lo declara en la resolución de marras–.
La Unesco, que en teoría “obra por crear condiciones propicias para un diálogo entre las civilizaciones, las culturas y los pueblos fundado en el respeto de los valores comunes”, ha sido secuestrada por la estrategia de guerra diplomática que libra Mahmud Abás desde 2012 para aislar a Israel en el plano internacional y forzar así unas concesiones que no alcanzaría en una negociación normal.
Parafraseando a Nuseibeh: además de estar ciegos, los de la Unesco se han dejado utilizar.
Abba Eban, en alguna de sus intervenciones en la ONU hace más de 30 años, dijo aproximadamente: “Los judíos no pretendemos ser queridos sino respetados”. La infamia, cometida por 2ª vez en este año por la UNESCO en contra de nuestro pueblo, no hace más que ratificar que el mundo sigue sin respetar nuestros derechos más íntimos. No sorprende que esta campaña mundial, promovida por el islam para deslegitimar a Israel y por extensión a nuestro pueblo, ha tenido un éxito absoluto. El islam ha logrado colonizar, por los motivos que fueren, a las Naciones Unidas. La lista de países de neta raigambre cristiana que han votado A FAVOR de la ponencia islámica (Brasil, México, República Dominicana y Nicaragua) me producen asco y desánimo por su COBARDIA. Otro tanto me producen los siguientes países que, por ABSTENERSE han mostrado también su perfil moral y ético: Argentina, Paraguay, Francia, Grecia, Italia, España, Suecia, El Salvador, Haití, India, Japón, Eslovenia y Corea del Sur. En cuanto a la Santa Sede, SIEMPRE ha sido contraria a la soberanía de Israel sobre Jerusalem, posición que no ha cambiado aún con este Papa, supuestamente tan amigo de los judíos. En resumen, no importa lo que hagamos los judíos e Israel para merecer el respeto del mundo, seguimos estando prácticamente solos.