Las elecciones en los Estados Unidos, en las que el candidato republicano Donald Trump se impuso a los demócratas que capitaneaba Hillary Clinton, vuelve a mostrar a las claras que el populismo antisistema es una moda al alza en el mundo y no se detiene ante nada ni nadie. Enarbolando un discurso simple y básico, rayano en el racismo, la xenofobia y la misoginia y mofándose de sus adversarios políticos sin ningún pudor, Trump obtuvo una victoria rotunda -no en votos, pero sin Estados- y supo captar las preocupaciones de un electorado quizá hastiado de los ocho años de presidencia de Barack Obama.
Trump también tuvo éxito en el lenguaje que utilizaba. Con un léxico pobre, populista, cargado de retórica básica y estructurado en frases cortas destinadas a ser titulares de la prensa, Trump llegaba al norteamericano medio, que es donde quería llegar, y escandalizaba a los círculos del poder mediático, político y económico de Washington. Mientras que Trump atizaba a estos grupos, señalándolos como los responsables de la grave crisis que atraviesa el país en algunos aspectos, Clinton trataba de contemporizar con los mismos y se alejaba, sin quizá intuirlo, de los sectores tradicionales que votaron por los demócratas en las últimas elecciones presidenciales, tales como los afroamericanos, los latinos y las mujeres.
Las encuestas, como ya ha ocurrido con el Brexit, el plebiscito de Colombia y las elecciones generales en España, han sido las grandes derrotadas en las elecciones norteamericanas. Nadie supo prever, ni siquiera los sesudos analistas de los grandes medios de comunicación, como la CNN, el tsunami político que estaba por llegar e iba a destruir los paradigmas lógicos y racionales sobre los que estaba construida la política norteamericana.
Trump no tiene nada que ver con ninguno de los presidentes que ha tenido hasta ahora los Estados Unidos. Ni siquiera contaba con el apoyo del aparato republicano, que hubiera preferido un candidato más cercano al establecimiento, como lo eran Jeb Bush, Marco Rubio o Ted Cruz, y tenía en su contra a todo el entramado mediático más poderoso de los Estados Unidos. Jugando en campo enemigo y sin más apoyo que su fortuna y un ejército de desamparados que le seguían como si fuera una suerte de apóstol, Trump supo interpretar el desencanto y el malestar del electorado norteamericano, centrando su discurso en los problemas que realmente preocupaban a los ciudadanos, entre los que se encuentran la inmigración ilegal, la caída en el nivel de vida de las capas medias, la supuesta pérdida de la identidad americana a merced del multiculturalismo y las amenazas a la seguridad que acechan a la mayor potencia del mundo.
TRAS TRUMP TODO PUEDE PASAR
Ahora el viento del cambio, aunque sea hacia la derecha más profunda y a veces de dudosa trayectoria democrática, sopla en favor de la extrema derecha. Todas las encuestas señalan en Francia que la candidata del partido ultraderechista Frente Nacional (FN), Marine Le Pen, está en primer lugar por delante de los socialistas y los candidatos mejor colocados de la derecha local. Ya en las últimas elecciones al Parlamento Europeo celebradas en Francia, el FN consiguió el primer puesto en electores y escaños y alcanzó casi el 25% de los votos, por delante de los partidos tradicionales. Las elecciones regionales consolidaron esta tendencia al alza y tan solo el sistema electoral francés, a dos vueltas, permitió alejar al FN de las máximas responsabilidades políticas tras un pacto contranatural entre los socialistas y la derecha. De la izquierda comunista, que ya es un recuerdo del pasado, no quedó ni rastro. Ni apareció por ningún lado ni se la espera; paradójicamente, una buena parte de esos votos han ido a pasar a la extrema derecha sin hacer parada en otras fuerzas.
Así las cosas, y con la marea populista en su mejor momento en todo el continente europeo, nada induce a pensar que las cosas vayan a cambiar de aquí a los próximos meses. Le Pen no es la candidata más querida por todos los franceses de cara a las elecciones previstas para abril de 2017, pero el candidato de la derecha mejor situado, Nicolas Sarkozy, es un personaje tan repelente, antipático e impopular como lo era Clinton para millones de norteamericanos. Además, Sarkozy lo tendría realmente difícil para captar el voto de la izquierda, que le haría falta para derrotar a Le Pen, y para conformar una gran alianza capaz de hacer frente al FN en las urnas.
Esperando a Godot es una obra del teatro absurdo escrita por el dramaturgo Samuel Becket y en donde se narra la peripecia de dos vagabundos, Vladimir y Estragon, que están esperando a un tal Godot que no llega nunca. Pero este no es el caso que nos ocupa, pues Marine Le Pen ya es una realidad política que está aquí y ha venido para quedarse. Francia atraviesa una grave crisis de identidad política, social y económica, los franceses, como les ha ocurrido a otros europeos, ya no creen en sus líderes, demandan un cambio radical. Si a esa tarta añadimos las nuevas amenazas a la seguridad, como el terrorismo, la descontrolada inmigración ilegal y el caos planetario, la desafección entre la opinión publica y el sistema político establecido hasta ahora está servida. Le Pen sabe que en el divorcio entre los ciudadanos y sus dirigentes está la base social sobre las que se puede erigir como el referente moral para «salvar» a Francia de esta grave decadencia moral y política.
Marine Le Pen, además, ha sido muy habilidosa a la hora de apartar a los elementos más radicales de su partido, como su propio padre, Jean-Marie Le Pen, un bocazas incorregible que a estas alturas sigue negando el Holocausto y muestra, sin ambages de duda, sus simpatías hacia los movimientos fascistas del periodo de entreguerras. Buscando centrar al FN y sin mirar hacia el pasado, que realmente interesa poco o nada a las nuevas generaciones, Le Pen podría obtener un gran éxito electoral a merced del fracaso de los partidos tradicionales a la hora de interpretar los anhelos y las preocupaciones de la gente corriente. Se trataría de una victoria pírrica, pero de una victoria en cualquier caso, más a tenor de los deméritos de los otros que por méritos propios, pero eso no parece importarle demasiado a la ya casi segura presidenta de Francia.
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