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| miércoles diciembre 25, 2024

El fondo Kati


Hacia mediados de 1467 Ali Ben Ziyad al-Quti partió de la ciudad de Toledo rumbo al exilio. Iba con su familia y algún que otro servidor. Su destino, lejano y polvoriento, era Tombuctú. Ali llevaba consigo una amplia selección de documentos en castellano, hebreo y árabe procedentes de su biblioteca. Tenía el sentimiento de estar salvando las esencias del mundo, sus claves, bellezas y misterios en letras de todos los tamaños y colores. Esos manuscritos, que con los siglos llevarían el nombre de Fondo Kati y   recogían parte de la historia de Al-Andalus, habrían de  aumentar con los años hasta totalizar los casi trece mil volúmenes de diversa índole. Escondidos más de una vez en baúles para escapar del extremismo religioso y de la violencia que aún hoy continúa azotando el norte de Mali, esperaron el día y la hora para rehacer  el camino a casa. Por fuera, entre sus tapias y patios, Tombuctú ardía en odios y desmanes, remolinos de vértigo y sangre vertida al azar del odio, pero en el interior de los baúles dormían plácidamente los poemas, las leyes, las fábulas, las alegrías botánicas y los nombres de las estrellas.

            El viaje, casi tan milagroso a la  ida como a la vuelta, el retorno a Toledo al menos en parte, se llevó a cabo quinientos cincuenta años después tras pasar por Jerez y Tarifa y de la mano de Ismael Diadié Haidara, lejano descendiente de Ali Ben Ziyad al-Quti. Ismael no podía leer la mayoría de los libros que había custodiado pero sabía de su valor. Siglos de cruces genéticos había oscurecido su piel y las escasas lluvias y los aullidos del viento en Tombuctú le provocaban, no sabía por qué, nostalgias de España. Confesó en Toledo que no era la primera que el fondo Kati se movía, había conocido sótanos sombríos, torres y alminares, paredes falsas y troncos vacíos. La barbarie lo respetó porque ignoraba su paradero. De  haber podido lo hubiera echado al fuego como ciertos musulmanes de los primeros tiempos a los libros de la biblioteca de Alejandría.  Los amantes de los libros respetan el pensamiento de otros hombres, pero aquellos que los destruyen, o veneran uno solo y desprecian a los demás, se encarnizan con los mensajes que no entienden y no soportan que se reflexione y suspire de admiración a sus espaldas.

            Entre todos los manuscritos que volvieron a Toledo había un pequeño pergamino con una cita bíblica del Antiguo Testamento procedente de Ezequiel 18:32  que dice: ´´Volved y viviréis.´´ Alguien, en el palacio en el que estaban, se la leyó y tradujo a Ismael Diadié Haidara y éste tuvo que sentarse, fulminado por la coherencia, en un viejo sillón de cuero de Córdoba. Estaba en Toledo, desde donde había partido  su antepasado Ali Ben Ziyad al-Quti, siglos antes intuyendo los peligros que se cernían sobre su familia y sus libros. Le contaron que en esa ciudad se habían traducido joyas del saber a las lenguas del siglo XIII y que entonces como ahora el río corría impasible a orillas de las cenicientas construcciones de piedra tan distintas a  las de su Tombuctú natal. Sonrió con amargura y dijo: ´´ De todo lo que vuelve, tal vez los libros sean lo más maravilloso´´.

-Leer nos devuelve a los muertos como si aún estuvieran vivos-le comentó el profesor que había traducido para él la frase bíblica.-. Leer hace, de nosotros, los vivos, un puente por el que cruzan incesantemente los pensamientos intercambiando colores e ideas.

-Pero la crueldad continúa-lagrimeó Ismael Diadié Haidara.

-Y la intermitencia de los regresos también-suspiró el profesor guardando  con cuidado el pergamino.-La intermitencia de los regresos también.

 
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