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Iaacov deja su lugar de nacimiento en Beer Sheva y viaja a Jarán. En el camino se encuentra con “el lugar” y duerme allí, soñando con una escalera que conecta el cielo con la tierra, y con ángeles subiendo y descendiendo por ella; Di-s se le aparece y promete que la tierra sobre la cual está acostado será dada a sus descendientes. Por la mañana, Iaacov eleva la piedra sobre la cual apoyó su cabeza como un altar y un monumento, prometiendo que será la casa de Di-s.
Iaacov se queda en Jarán, donde trabaja para su tío Laban, cuidando sus ovejas. Laban concuerda en darle su hija menor, Rajel, a quien Iaacov ama, para casarse con ella, como paga por siete años de trabajo. Pero en la noche del casamiento, Laban le entrega a la hija mayor, Lea, un engaño que Iaacov sólo descubre a la mañana. Iaacov se casa con Rajel también, una semana más tarde, luego de aceptar trabajar siete años más para Laban.
Lea tiene seis hijos, Reubén, Shimón, Levi, Iehuda, Isajar y Zvulún, y una hija, Dina, mientras que Rajel es estéril. Rajel le da a Iaacov su sirvienta, Bilá, para tener hijos con ella para Rajel, y dos hijos más, Dan y Naftalí, nacen. Lea hace lo mismo con su sirvienta, Zilpá, de quien nacen Gad y Asher. Finalmente, las plegarias de Rajel son respondidas y nace Iosef.
Iaacov ya estuvo en Jarán por catorce años y desea retornar a su casa, pero Laban lo convence de quedarse, ofreciéndole sus ovejas como paga por el trabajo. Iaacov prospera, a pesar de los repetidos intentos de Laban por arruinarlo. Luego de seis años, Iaacov deja Jarán a escondidas, temiendo que Laban no le permitiría irse con la familia y riquezas por las cuales había trabajado. Laban y Iaacov hacen un pacto en el Monte Gal-Ed, y Iaacov continúa viaje hacia la Tierra Santa, donde es encontrado por ángeles.
PROTEGER LA CABEZA
En la parashá encontramos algo muy extraño. Cuando Iaacov huye a Jarán y llega al lugar en que pernoctará, forma un cerco de piedras… ¡Para proteger su cabeza! ¿Acaso el cuerpo no debía ser protegido también? En realidad el mensaje que nos quiere transmitir la parashá es el siguiente: Cuando nos trasladamos lejos de nuestro hogar natal para labrarnos un futuro, debemos proteger nuestra cabeza, nuestros pensamientos, aquello que aprendimos, aquellas normas de conducta y el camino que nos transmitieron nuestros ancestros. El cuerpo ya se sabe que lo protegeremos del daño físico, pero no debemos olvidar proteger nuestra cabeza del daño espiritual.
Lamentablemente, a lo largo de nuestro largo peregrinar de una nación a otra muchos de nuestros hermanos prestaron más atención a sus cuerpos físicos y descuidaron su cabeza espiritual.
Aprendamos de nuestro padre Iaacov, levantemos un cerco protector para nuestra cabeza cuando abandonemos nuestro hogar
Ángeles en el camino
Por Elisha Greenbaum
¿Recuerdas aquel sentimiento de temor al llevar a tu hijo a la escuela en su primer día de clases? ¿La sensación de pérdida y de pánico al confiarles a unos extraños el cuidado de tu tesoro más preciado? ¡Quién sabe qué humillaciones va a sufrir, con qué dificultades se va a enfrentar, a lo largo de la década y media que durará su educación formal! ¿No tendría más sentido pedir que te devuelvan la matrícula de la escuela y mantener a tu retoño a salvo en casa?
Nadie hace eso. No sólo porque los directores de la escuela se niegan a hacer reembolsos, sino también porque reconocemos que los beneficios y logros de nuestros hijos durante el tiempo que pasen en la escuela compensarán las preocupaciones y los peligros que implica dejar la zona de confort del hogar.
Nuestra única esperanza es que la calidez y la comodidad que el niño ha disfrutado hasta el momento, la compasión y el cuidado que tuvo durante sus primeros años de formación, le sirvan de apoyo para atravesar las dificultades ocasionales con las que, inevitablemente, se va a encontrar.
La lectura de la Torá de esta semana (Génesis 28-32) cuenta la historia del viaje de 2 años de Iaacov desde la Tierra de Israel hasta Harán, ida y vuelta. Iaacov es forzado a dejar las comodidades del hogar y a viajar por el ancho mundo. En el camino, se detiene para rezar en el sitio donde estaría luego el Templo, y ahí duerme y sueña con algo fascinante: había una escalera apoyada en la tierra cuyo extremo superior alcanzaba el cielo; y he aquí, los ángeles de Di-s subían y bajaban por ella (Génesis 28:12).
Nuestros sabios explican que los ángeles que subían la escalera eran “ángeles de la Tierra de Israel” que habían acompañado a Iaacov en el viaje de su vida hasta ese momento. Ahora, que se preparaba para dejar la Tierra Santa y cruzar los límites para enfrentarse a lo extraño, un segundo grupo de ángeles bajaba la escalera, enviado desde el cielo para escoltarlo en sus viajes.
Este “cambio de guardia” fue consecuencia de las diferentes metas que se les habían encargado a los dos grupos de ángeles. El elenco local, cargado de toda la historia y la espiritualidad que invoca la Tierra Santa, le había infundido a Iaacov sus primeras enseñanzas de grandeza. Sin embargo, ahora, en la medida en que cruzaba hacia lo desconocido, su misión había cambiado.
También en nuestro propio viaje a lo largo de la vida hay un juego de equilibrio entre permanecer fieles al propio pasado y estar abiertos a nuevas experiencias.
Cuando junto con un amigo viajábamos por Europa con la mochila al hombro, solíamos maravillarnos ante los grupos homogéneos que paseaban todos juntos en autobuses con aire acondicionado. Se quedaban en hoteles de estilo americano e insistían en comer en las mismas cadenas de comida rápida que existían en Estados Unidos. Uno se pregunta por qué molestarse en viajar, cuando es posible disfrutar de una “experiencia” idéntica en casa, con la tele encendida en un canal de viajes.
Para desarrollarse de verdad como un ciudadano del mundo, uno tiene que salir a mezclarse entre la gente, chocarse los hombros con los locales y aprender y disfrutar de cada nuevo hallazgo. Sin embargo, también es importante asegurarse de que la esencia de uno, su núcleo identitario, no sufra el impacto del cinismo de los extraños.
Por eso es que hubo dos grupos de ángeles que acompañaron a Iaacov en las diferentes etapas de su viaje, y cada uno tenía roles distintos. Los “ángeles de la Tierra Santa” fueron los guardianes morales que nutrieron al niño durante sus años de formación, mientras que el grupo de ángeles que acompañó a Iaacov al mundo lo rodeó y lo protegió mientras él se sometía a nuevas influencias y experiencias, y lo vieron volverse el patriarca seguro de sí mismo en el que se convirtió luego de los desafíos de su viaje. (www.es.chabad.org)
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