Puesto que en el Séfer yetzirá o Libro de la formación, texto kabalístico medieval de gran influencia sobre los estudiosos de la mística judía, se dice que si al corazón humano o leb, cuyo valor numérico es 32 y constituye el eje sobre el que confluyen pero del que también parten los senderos de la sabiduría, si a ese valor se le agregan los 26 del Tetragrama o Nombre Inefable, la cifra obtenida es 58, que a su vez se convierte en el vocablo jen, la gracia. Todo un hallazgo, un atajo hacia las entrañas de la armonía. Estar en gracia o gozar de su influjo es, ni más ni menos, que tener a Dios en el corazón. En cambio, si, al revés, restamos al Creador del corazón, es decir a 32 le quitamos 26, damos con la cifra 6, que nos conduce a la voz dob, oso, pero también ¡lento, pesado! Es en este sentido que una vida sin lugar para la espiritualidad nos convierte en fardos de nosotros mismos, lastres de incomprensión. Pensando tal vez en ello y avalando lo anterior la filósofa francesa Simone Weil escribió: ´´Todos los movimientos naturales del alma están regidos por leyes análogas a la gravedad. La única excepción es la gracia´´. Sólo que, mientras que en la tradición cristiana Jesús aparece como el intercesor entre esa pesadez y el vuelo anímico, en el ámbito judío jen, la gracia, se escribe con las iniciales de jokmáh nisteret, que significa sabiduría oculta. Conocimiento de lo que no se ve pero al que, gradualmente, estudiando y meditando, cada estudiante puede acceder por vía verbal, trabajando las sagradas palabras de la Tradición.
Sería injusto pensar que únicamente la cultura judeocristiana accede a esa suerte de delicia psíquica, gratificación emocional que nos acaricia, siquiera por breves instantes, el plexo solar llenándonos de una dicha cósmica plena de luz. Claro está que, como dicen los jasidim, ´´a quien no cree ninguna explicación le alcanza, pero el que cree no necesita ninguna explicación´´. El meollo de este tema es el sentido en oposición a su ausencia, la coherencia frente a la incoherencia, una visión del mundo enriquecida súbitamente por una implosión de gozo. En otras latitudes están la iluminación budista, la taoísta e incluso la shamánica,. Todas tienen en común que el corazón las vehiculiza. Todas conceden, a sus aventureros de lo interior, la posibilidad de un fugonazo que nos baña de claridad y nos deja, después, como el capullo de una flor abierta a un mediodía inextinguible. De su perfume dan cuenta los maestros de Oriente y Occidente. Lo interesante de la Kábala es que a esa red de palabras luminosas la sostiene con nudos numéricos, con cifras de una intensidad vibratoria parecida a las de las claves musicales. Por una parte sujeta las ideas a lo inequívoco, por la otra afila los significados, los cristaliza por así decir en mínimos espejos que reflejan, al descubrirlos, nuestro rostro encantado.
Lo que mencionamos no tiene que suceder en el seno blanco y negro de la ortodoxia necesariamente. Los colores de la poesía no se dejan atrapar, siempre, por los grilletes de la moralidad. El árbol de la vida nos cobija, lo sepamos o no, a todos con el privilegio aeróbico que nutre nuestros pulmones Y por eso quien llega a la gracia llega también al perdón y a la compasión y se apea de toda malicia y todo desprecio. En el amor no hay yo, sostuvo Krishnamurti, pero se lo ponemos por miedo a que desaparezca en lo desconocido ignorando que su abundancia no tiene fin. En el amor no hay yo porque es un todos en el que siempre cabe alguien más.
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