Setenta y dos años después de ser salvada del nazismo por los soldados norteamericanos, Europa sigue sin tener ejército. Y sin beneficiarse de ninguna de las redes de protección que un ejército moderno despliega. Los asesinatos masivos de París y Niza, de Berlín pusieron en primer plano la inexistencia de los servicios de inteligencia europeos mínimamente operativos. Los yihadistas que asesinaban en la Redacción de “Charlie Hebdo” o en un concierto de rock and roll en la sala Bataclan, circulaban sin el menor problema entre Bélgica y Francia, cargando con explosivos, munición y armas de guerra, sin ningún riesgo de ser incomodados por “racistas” controles policiales. El asesino de Berlín circuló por media Europa, antes de ser por venturoso azar, abatido en un enfrentamiento en el norte de Italia. No hay islamista que no sepa hasta que punto asesinar masivamente en Europa es hoy tarea de alcance de un niño.
Europa está perdiendo esta guerra. Sería una inconsciencia boba no constatarlo. Las fantasías de una sociedad perdida en su ensoñación de haber acabado con los primitivismos bélicos sólo podrían conducir a esto. No, la guerra no es una anécdota que pueda ser borrada del comportamiento humano. El mamífero hablante que somos es una variedad particularmente cruel de animal predador. Que sólo ante el riesgo de ser matado se abstiene de matar. Bien contra su gusto. Si en Europa late aún un átomo de deseo de supervivencia, solo alcanzando la constancia de un ejército fuerte podrá imponerlo. Los refugees welcome de nuestros neobucólicos son a penas la visión cursi del viejo lamento de la Sybila en Cumas: apothánein thélo, “morir es lo que deseo”.
En Israel un asesino al volante de un camión sabe que no llegará lejos antes que una bala ciudadana le vuele la cabeza. En Europa, se sabe que jugará a los bolos hasta que se canse, se estrelle o se le agote la gasolina.
Tal es la diferencia entre una sociedad que quiere vivir libre y una sociedad que ya no quiere nada.
No, no hay empates en esa guerra.
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