Los hombres de Fatah se han puesto palpablemente nerviosos por la alianza antiiraní, cada vez más explícita, entre Israel y los Estados suníes del Golfo. Esa alianza tiene indudables limitaciones: Arabia Saudí, un Estado profundamente conservador e islámico que se ve a sí mismo como el guardián de la fe, no va a cooperar muy abiertamente con Israel contra Irán, y mucho menos reconocer al Estado judío, que en para el reino wahabí sigue siendo una afrenta a la supremacía musulmana –al dominio de Dios– en Oriente Medio. La realeza de Riad puede ser enérgicamente hipócrita y pragmática, pero siempre hay contención religiosa en su conducta. Para la élite laica de Fatah, sin embargo, la segunda guerra del Golfo y la caída de Sadam Husein, la Gran Revuelta Árabe, el maremoto de violencia que se produjo a continuación y el auge de Irán y de sus milicias árabes chiíes han supuesto un desastre sin paliativos, ya que han demolido la preeminencia centrípeta de la causa palestina entre los árabes suníes, especialmente en el Golfo Pérsico.
Mi interlocutor de Fatah, molesto por las preguntas acerca del conflicto sirio –tal vez un cataclismo más trascendental que la guerra de ocho años entre Irán e Irak–, casi se puso a chillar: “¡Míranos!”. Absortos en un paisaje onírico, el presidente Obama y su secretario de Estado siguen en la contemplación. Volcados ambos con la política de izquierdas, donde la querencia propalestina se ha vuelto casi un requisito, y con la obsesión de Washington con el proceso de paz, se han retirado del caos de Oriente Medio a la zona de seguridad del conflicto israelo-palestino. Es perfectamente posible que crean estar haciéndole un enorme favor al Estado judío salvando a su democracia liberal de todo, como dijo hace poco Philip Gordon, excoordinador de Obama para Oriente Medio, en The New York Time: desde “los boicots europeos a las acusaciones del Tribunal Penal Internacional [, pasando por] la pérdida de apoyo de los judíos estadounidenses, incómodos por la posibilidad de un gobierno perpetuo de Israel sobre millones de árabes sin derecho al voto”. Obama, Kerry y Gordon, que bendijeron la retirada estadounidense de Irak y vieron cómo Siria se convertía en un infierno, hablan de Israel y del mundo árabe como si el panorama árabe, dominado por dictadores laicos, no se estuviese agrietando, dejando cientos de miles de muertos, millones de desplazados y grandes centros urbanos en la ruina o la decadencia, y con los islamistas suníes y chiíes como la principal fuerza que está reconfigurando Oriente Medio.
La estrechez de miras en términos históricos y estratégicos de la Administración Obama ha sido espectacular. Para los judíos progresistas estadounidenses –cuya capacidad para la infatuación idealista jamás debemos subestimar– nunca han demostrado gran interés en las posibilidades del autogobierno entre los musulmanes. Los judíos estadounidenses que llevan tiempo viajando a Israel podrían tal vez –sólo tal vez– darse cuenta de que el país se ha vuelto mucho más liberal, próspero, democrático y libre mientras ha imperado sobre la Margen Occidental. Esto ha sido así a pesar del papel cada vez más prominente de la derecha religiosa, ortodoxa y ultraortodoxa. (Como en Estados Unidos, en Israel los conservadores sociales están probablemente condenados a lanzar una acción de retaguardia contra el credo más sagrado de Occidente: el individualismo). Puede no habérseles ocurrido a los estadounidenses de J-Street, tan incómodos como están con las consecuencias de la guerra del 67, pero la única razón de que Fatah no haya creado un Estado policial más despiadado –es decir, un régimen árabe típico– es que Israel está ahí al lado, chequeando las inclinaciones de los líderes de Fatah, salvo cuando se trata de Hamás. El Partido Laborista, el vehículo de expresión del socialismo en Israel, menos libre, más pobre y mucho más aburrido que en el pasado, y al que tantos progresistas estadounidenses y europeos siguen tan apegados, se ha agotado por muchos motivos. Pero entre las principales causas se cuenta su ilusoria visión de los israelíes y los palestinos se ha alejado demasiado de la realidad. La mayor parte de los israelíes, un pueblo pragmático, ha pasado página. La desobediencia civil a cuenta del servicio en la Margen Occidental no es un problema en el país, porque los palestinos han dejado a los izquierdistas israelíes muy pocas esperanzas.
Puede que parte de la izquierda estadounidense y algunos europeos no sean capaces de pasar página. Puede que su ímpetu antiimperialista –su rechazo al dominio occidental sobre el Tercer Mundo– les impida ver más allá, ver la realidad subyacente: que Fatah ha sido siempre la punta de lanza de los palestinos privados de derechos; que la lucha entre Fatah y Hamás es un microcosmos dentro del conflicto que está desgarrando el mundo árabe; y que la presencia de Israel en la Margen Occidental, por afrentosa que pueda ser para las sensibilidades y el orgullo de los musulmanes, es la única fuerza que ha dado cierta estabilidad, estructura, vitalidad económica y fogonazos de libertad de expresión a los palestinos.
No obstante, es probable que las futuras relaciones entre Europa e Israel cambien. A la mayoría de los europeos no les importan los palestinos, en realidad; para muchos, siempre han sido una causa para sentirse bien, una manera de alinearse sin coste alguno con una causa del Tercer Mundo (antiamericano) y expresar descontento hacia un Estado pequeño y poderoso que emplea mucha fuerza con mucha frecuencia. Israel es en buena medida un Estado europeo del siglo XIX: una etnia fusionada con una religión, orgullosa de su identidad, con ambiciones nacionales y un ejército. Es, como lo denominó ingeniosamente el orientalista marxista francés Maxime Rodinson, “un Estado colonial-colonizador”, como todas las hijuelas culturalmente europeas de la Madre Inglaterra. El sionismo es para muchos europeos del siglo XXI, especialmente de la élite posnacional, un recordatorio de un pasado conflictivo lleno de intolerancia y problemas con las minorías.
Pero los problemas actuales de Europa son enormes. Ni siquiera los enardecidos escritores izquierdistas de Le Monde Diplomatique consideran que las oleadas de refugiados musulmanes y el terrorismo islámico antieuropeo sean culpa de Israel. Hubo un tiempo en el que Washington, Londres y París veían el proceso de paz fundamentalmente de la misma manera: el conflicto israelo-palestino era un problema central que desestabilizaba el Oriente Medio árabe. Ni siquiera el historiador más obstinado podría catalogar todos los cables y documentos de los servicios de inteligencia estadounidenses y europeos que remarcaban la acuciante importancia estratégica de resolver la cuestión israelo-palestina.
Ninguna persona seria piensa hoy eso, ni siquiera Obama. Muchos de los que solían destacar la relevancia estratégica del conflicto israelo-palestino/israelo-árabe han virado a una conclusión distinta: hay que encontrar una solución a este conflicto para salvar a la democracia israelí y llevar la “justicia” y la “dignidad” a los palestinos. Pero las probabilidades de que tal campaña quijotesca se imponga sobre la realidad del derrumbe del régimen laico árabe, incluso en Europa, no son muy altas. El problema palestino ha cobrado protagonismo con Obama no porque lo merezca estratégicamente o porque hayamos renovado nuestra atención sobre el asunto, sino porque así lo ha querido el presidente. Los europeos –sobre todo los franceses– han hecho hincapié en el embrollo porque eso es lo que hacen los franceses, especialmente si se trata de un Gobierno socialista que depende de los votos de los franceses musulmanes, cuando está claro que eso es lo que quiere Washington que hagan. Como me dijo un alto funcionario francés hace poco: si París hubiese obligado a Obama a implicarse en Siria, seguramente el problema israelo-palestino jamás habría aflorado en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Obama alentó a franceses, británicos y egipcios. Y sin embargo los rusos, los principales alborotadores del mundo, se han mantenido bastante indiferentes hacia la causa palestina. ¿Votó Vladímir Putin contra los asentamientos israelíes en el Consejo de Seguridad de la ONU? Sí. ¿Ha puesto lanzado la enorme maquinaria rusa de propaganda contra Israel y a favor de los palestinos? No. ¿Ha tratado siquiera de confortar a los palestinos? Los jerarcas de Fatah insinúan que los rusos se han olvidado de ellos. Los rusos han sustituido a los americanos como la potencia extranjera preeminente en el norte de Oriente Medio. Los israelíes y los rusos se ven y hablan entre ellos todo el tiempo. Lo hacen sobre todo para asegurarse de que no se disparan unos a otros cuando sobrevuelan Siria, en el caso israelí, a veces para matar a libaneses de Hezbolá o a miembros de la Guardia Revolucionaria iraníes, aliados ambos de Rusia en el conflicto sirio. El poder duro es moneda corriente en Oriente Medio. Putin se toma en serio a los israelíes, mucho más que al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Sólo en la academia estadounidense, el actor más débil en los debates sobre la política exterior de Washington, puede uno encontrar a tipos tan apasionados con este asunto como el presidente. No sabemos si Obama pensaba de verdad en 2008 que podía dar a los palestinos un Estadodurante su mandato. La imagen que tiene el presidente de sí mismo sugiere esa posibilidad. Su fracaso parece haberlo puesto de peor humor. Si el presidente Trump decide dar marcha atrás en este asunto, es poco probable que los europeos sigan la iniciativa de Obama y redoblen la apuesta. La abstención de Obama en la ONU podría suponer la última boqueada de eseancien régime. El daño hecho no se puede deshacer, especialmente en lo relativo a la guerra judicial que los palestinos con iniciativa y los izquierdistas europeos que simpatizan con ellos podrían librar contra Israel. Pero esto es, en el peor de los casos, una cuestión secundaria. El factor decisivo en este escenario en gran parte intraoccidental sigue siendo el liderazgo estadounidense. Si Donald Trump anunciara la formación de un equipo estadounidense para reconsiderar el valor de la ONU en términos de inversión y beneficio, copresidido por Mitt Romney y John Bolton, provocaría un enorme escalofrío en toda la burocracia y el servicio diplomático. Hay buenos motivos para que Washington financie una plataforma global donde los países más débiles puedan desahogarse contra Estados Unidos, pero siempre es bueno recordar a lacomunidad internacional quién costea la terapia.
Si Donald Trump desafía las ilusiones bipartidistas acerca de la solución de los dos Estados y el proceso de paz, sus inclinaciones disruptivas podrían mejorar la suerte tanto de los israelíes como de los palestinos, que van a tener que vivir juntos pase lo que pase. El traslado de la embajada de EEUU desde su ubicación en primera línea de playa en Tel Aviv a Jerusalén se podría haber hecho hace décadas. Es un viaje de 55 kilómetros que ayudaría a todo el mundo a centrarse en Oriente Medio en vez de en esa esquina occidentalizada del litoral mediterráneo. Los palestinos jamás van a controlar o compartir la soberanía en Jerusalén Este. Esta es la verdad más fundamental que las embajadas en Tel Aviv tratan de negar. Como subproducto, los consulados de Jerusalén Este suelen ser semilleros de genuina simpatía por los palestinos que se alinean bastante con el discurso de Fatah.
Los israelíes podrían intentar hacer algo más por sus vecinos árabes. Podrían asumir la ingrata tarea de asegurar que los palestinos que viven bajo el dominio de Fatah sufran menos abusos, que la élite gobernante en la Margen Occidental fuera un poco menos corrupta y que se fomentasen las iniciativas empresariales israelo-palestinas, especialmente si pudiesen recompensar a los palestinos no favorecidos por Fatah. Ciertamente, no tiene ningún sentido en términos de seguridad aumentar el número de judíos más allá de Jerusalén y de las grandes comunidades en los asentamientos que siguen la Línea Verde. Si la aparente sintonía intelectual entre Benjamín Netanyahu y Donald Trump respecto a los grandes asentamientos en la Línea Verde se extendiera a toda la Margen Occidental, sería motivo de preocupación que la derecha israelí emprenda un viaje bíblico irrelevante para el Oriente Medio moderno.
El Estado judío no tiene más opción que jugar a largo plazo –ejercer una vigilancia intrusiva en la Margen Occidental durante al menos otros 50 años–, mientras el Oriente Medio musulmán establece un nuevo modus vivendi político, que podría incluir la presencia de regímenes islamistas desde Libia hasta Pakistán. Washington debería mantener el foco en lo importante: el acuerdo nuclear, temporal y gravemente defectuoso, con el chií Irán y la titánica lucha por la hegemonía entre el régimen de los ayatolás y su creciente corpus de milicias árabes chiíes, por un lado, y Arabia Saudí y los demás suníes, que se armarán para luchar contra la República Islámica, por el otro. Deberíamos no perder de vista la histórica reafirmación turca de su identidad musulmana suní, y la posibilidad de que la propia Turquía (que podría, también, desarrollar armas nucleares y reafirmar su dominio en el norte de Oriente Medio) colapse por sus muchas contradicciones. Deberíamos esforzarnos por comprender que el líder de Egipto, Abdel Fatah al Sisi, está sobre un volcán que podría desestabilizar lo que queda del norte de África y el Mediterráneo Oriental. Washington debería intentar contener las convulsiones de la región, e impedir que se desborden sobre Europa –los europeos son aún los aliados más fundamentales de Estados Unidos– y los Estados frágiles de Oriente Medio que merecen nuestra ayuda: Jordania y la protonación del Kurdistán, en el norte de Irak.
Esto, dando por supuesto, claro está, que Estados Unidos pretenda seguir siendo una potencia en Oriente Medio.
© Versión original (en inglés): The Weekly Standard
© Versión en español: Revista El Medio
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