El arquetipo del destructor, del sembrador de discordias, alude a la mismísima muerte: de un ser querido, de un proyecto, de un compañero o amigo, de un hijo, de la imagen un país del que uno ha tenido que exilarse y para el cual en cierto modo ha muerto. En suma, que así como el arquetipo del creador provee, alimenta, el destructor sustrae, divide y arruina. Pertenece al orden mismo de las cosas, a la más honda estructura del universo el que haya destrucción o entropía, que así llaman los físicos a la función termodinámica del estado que mide el desorden de una galaxia, un sistema estelar o la vida individual de la que nosotros mismos somos ejemplo. La vida, lo viviente, animado por el Espíritu (que es sin duda creador), es neguentrópico, en tanto que la muerte, con sus dioses o demonios que la promueven y la traen, por el contrario es destructora y entrópica. Con el fin de acercar, habituar, familiarizar al ser humano con esa realidad inevitable, los mitos, ritos y leyendas han introducido el sacrificio como un anticipo del fin. Un pequeño acceso simbólico al desorden doloroso, a la ruptura, al desgajamiento mediante el cual un ser comprende que deberá luchar para asimilar esa parte oscura a su vida o, por lo menos, para no temerle. Curiosamente en la India clásica Yama, el dios de la muerte, da también nombre a la disciplina, la consideración de los ejercicios que se emprenden para vivir mejor la vida. Yama es, en realidad, una figura de las creencias populares cuyos mensajeros son la vejez, la enfermedad, el castigo y la proximidad del fin. Pero precisamente por ser éstos sus mensajeros los seres humanos inventan la moral como una suerte de higiene que intenta contrarrestar los efectos de la destrucción o ley entrópica que anuncia Yama. De ahí que se nos quiera enseñar, éticamente hablando, cómo evitar la enfermedad, cómo aceptar la vejez y cómo enfrentarnos a nuestro propio fin, y que esa enseñanza, con el tiempo, sea abarcada, a su vez, por la religión, gran administradora de consuelos.
En Occidente será Satán, el Demonio, quien cumpla en parte esa función destructora, opuesta a la del Dios creador. Allí donde éste une, el otro separa; allí donde el segundo concibe y engendra, el primero disuelve y diluye. Preguntarse, por lo tanto, por el destructor, es interrogarse acerca de la función del mal en nuestras vidas. Para Juan de la Cruz el mal atenúa su poder cuando el místico, es decir el hombre maduro, acepta que su camino hacia el centro de sí mismo, hacia Dios, pasa por una purgación, un desasimiento y una catarsis. Una pequeña porción de mal libremente asumida. Ese es, desde luego, el momento del sacrificio. Tal vez no exista héroe más paciente y sabio ante el mal que el pobre Job, con quien el Creador, oyendo la sugerencia de Satán, se ensaña, a quien prueba y a quien finalmente restituye lo perdido. Como modelo Job ha pasado a sintetizar en nuestra cultura todos nuestros sentimientos de pérdida o destrucción de lo amado y las dolorosas ordalías y sacrificios que debemos enfrentar para superarnos a nosotros mismos o bien para curar nuestras sucesivas neurosis.
El problema de la destrucción, el dilema del mal, tanto en lo cósmico como en lo humano, lo que en primer lugar pone en tela de juicio es la durabilidad de las cosas buenas. El por qué aquello en lo que nos hemos instalado con dificultad y con esfuerzo no puede durar, por qué es breve nuestro gozo, y por qué, en definitiva, muere lo que amamos. Las respuestas que la cultura da al proceder mismo de la naturaleza, con frecuencia abrupto y doloroso, no son nunca del todo satisfactorias, pero hemos inventado consuelos que promueven la aceptación y remedios morales que, como la vacunas, nos van inoculando poco a poco el mismo mal-y de eso hablan las historias y los mitos que lo evocan- que queremos evitar con el fin de que, cuando sobrevenga la sombra definitiva, estemos preparados para recibirla.
En hebreo se llama mashmid o majarib al destructor, mientras que el constructor, el creador, lleva el nombre de boré, palabra en cuyo interior hallamos-y no podía ser menos-or, la luz. Leemos en el Libro de la claridad o Bahir que la sombra es una proyección de la luz, del mismo modo que lo satánico es o procede de un ángel caído. Una leyenda sufí sostiene que Alláh condenó a Iblis, el demonio, a una suerte de perpetuo desencanto porque, y acabado de hacer el hombre, aquél se negó a admirarlo mientras que el resto de los ángeles si lo hicieron. El destructor, por tanto, es incapaz de admirar, envidia o asesina, desprecia o rechaza. La Historia nos ha mostrado una y otra vez quién es quién en ese interminable juego. Se necesita un gran coraje para crear. Destruir, en cambio, es fácil. Basta para ello ceder a la cobardía y el furor de los celos.
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