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| sábado noviembre 23, 2024

Regreso a la barbarie: la destruccion de nuestras democracias


 

Pese a los notables logros en las décadas pasadas, en que avanzó la democracia en Europa del Este, América Latina y también en Asia, asistimos en los últimos tiempos a una regresión en las libertades democráticas. Los casos más paradigmáticos en el continente europeo son Polonia, Hungría y la República Checa -tres de los fundadores del «grupo de Visegrad» junto con Eslovaquia-, en donde los partidos populistas y ultras han tenido notables éxitos electorales e incluso han llegado al gobierno. O bien gobiernan directamente o condicionan las políticas de los ejecutivos de estos países.

En Polonia, por ejemplo, el partido de la Ley y de la Justicia gobierna el país con mano dura, carácter autoritario, reanimación de los valores más derechistas y reaccionarios y escaso cumplimiento de sus obligaciones comunitarias como miembro de la Unión Europea (UE). Polonia, por sus políticas retrogradas en varios ámbitos, tales como su sistema penitenciario y el tratamiento a los homosexuales, ha sido condenada en varias instancias europeas.

Y en Hungría,  el primer ministro, el «liberal» Viktor Orban, se ha opuesto a las políticas migratorias de la UE, coquetea con Rusia en sus relaciones exteriores, ha construido una suerte de «muro» de 175 kilómetros para evitar la entrada de inmigrantes y ha reaccionado muy tibiamente ante el aumento de los ataques de la ultraderecha contra gitanos, inmigrantes y judíos, principalmente. Hungría posee el partido de corte neofascista más importante de Europa del Este: Jobbik, que obtuvo el 14% de los votos en las últimas elecciones europeas celebradas en este país el en año 2014. La República Checa, siempre euroescéptica y punto de lanza de los Estados Unidos en el continente contra las políticas de Bruselas, es también para darle comer aparte; rechaza todas las directivas europeas, incluidos sus principios, pero sigue recibiendo los fondos estructurales de la UE para recomponer su deficiente economía.

TURQUÍA, UNA DICTADURA DE FACTO SIN EUFEMISMOS

Mención aparte merece Turquía en esta deriva autoritaria que padecemos hoy y cuyo gobierno, presidido por el inefable Recep Tayyip Erdogan, comete todo tipo de fechorías, violaciones de los derechos humanos y atropellos varios sin que la comunidad internacional -excepto el Parlamento Europeo, que ya condenó a esta nación- se haya movilizado para condenar tal estado de cosas. Erdogan, que ha acabado en apenas unos meses con la herencia republicana, laicista, democrática y occidental de aquella nación que fundará Mustafa Kemal Atatürk, se comporta de una forma tiránica, despótica y salvaje, ajena a los usos y modos de un Estado de Derecho y siguiendo los rituales propios de las más infames tiranías. El régimen que pretende fundar, donde él se sitúa de una forma omnímoda en el centro del mismo, tiene sus orígenes en el falso (e inventado) golpe de Estado de pasado 15 de julio, una trama seguramente orquestada por el mismo Erdogan para acabar con la oposición democrática y con todo vestigio del antiguo orden constitucional.

Erdogan ha dejado pequeño a Hitler en su brutalidad. Hitler, cuando sufrió la denominada Operación Valkiria que intentaba acabar con su vida, apenas detuvo a unas 5.000 personas y ejecutó a unos 200 supuestos responsables. Erdogan ha ido mucho más lejos: ha liquidado quizá para siempre la democracia en Turquía, convirtiendo al país en una enorme ergástula en donde purgan más de setenta millones de habitantes, y ha detenido, perseguido, torturado o expulsado de la administración, seguramente, a más de 100.000 personas. Hasta los árbitros de fútbol han sido detenidos y más de un centenar han sido despedidos de sus puestos. Hace unas semanas, en un hecho a medio camino entre el humor negro y Kafka, fue detenido un camarero por decir que nunca le serviría un té a Erdogan, unas declaraciones altamente peligrosas en esa bárbara dictadura en la que se ha convertido Turquía y que, claramente, podrían desestabilizar al régimen (risas).

Académicos, periodistas, una ex miss mundo turca, decenas de miles de militares, activistas gays, políticos kurdos y así hasta un sinfín de profesiones, condiciones y ocupaciones han sido perseguidos por Erdogan. En la nueva Turquía, forjada a sangre, fuego y tortura por Erdogan, es mejor parecer bobo y callar que hablar y acabar en la cárcel por años. A los detenidos, además, les esperan los malos tratos y la (segura) tortura a manos de los esbirros del dictador. Ya pudimos ver en julio y agosto como los militares detenidos tras el golpe de mano de Erdogan presentaban un aspecto lamentable, con visibles signos de haber sido torturados y golpeados. Hasta las fuerzas democráticas, como el partido que representa a los kurdos de Turquía, el Hadep, han sido perseguidas y sus principales líderes, con el complaciente silencio de la Europa democrática, han sido detenidos y encarcelados sin juicio. Rusia daría para un capítulo aparte, el presidente ruso, Vladimir Putin, es harina del mismo costal que Erdogan.

LA SITUACIÓN EN AMÉRICA LATINA

El deterioro más notable, tras un par de décadas de avances en las transiciones a la democracia y en la consolidación de las instituciones democráticas, se ha dado en América Latina. A la dictadura ya casi sin retorno de Cuba, donde no se atisba en el escenario próximo un cambio político, se ha venido a unir Venezuela, donde de la satrapía del difunto Hugo Chávez se pasó a la dictadura ya sin careta de Nicolás Maduro. En la Venezuela del socialismo del siglo XXI se dan todas las características del típico régimen autoritario: confusión de los poderes y nula independencia de los mismos (ejecutivo, judicial y legislativo); persecución a los líderes políticos de la oposición; libertad de expresión e información controlada y regulada férreamente por el gobierno; competencia desleal entre el partido del gobierno y la oposición en los procesos electorales; criminalización y deslegitimación de las fuerzas de la oposición democrática; violación sistemática de los derechos humanos; nula independencia de la administración y el Estado en las distintas elecciones e intromisión permanente por parte del poder para impedir el normal desarrollo de la sociedad civil.

Brasil es otro ejemplo de notable deterioro de nuestras democracias. La expresidenta Dilma Rousseff fue destituida por estar implicada en un todavía no aclarado escándalo de corrupción, mientras que su antecesor, el mítico Luiz Ignácio Lula da Silva, también se ha visto envuelto en otro asunto en el que todo parece indicar que no fue un mero espectador, sino que recibió algunos fondos de origen espurio para tomar decisiones en favor de algunas empresas privadas.  El nombramiento de un nuevo presidente por parte del ejecutivo estuvo envuelto en una gran polémica y finalmente fue nombrado un político de dudosa trayectoria y pésima imagen: Michel Temer. Su gobierno, que lleva apenas unos meses, goza de unos niveles de popularidad mínimos y varios miembros del mismo han sido acusados de estar implicados en varios sonados casos que han sacudido a Brasil en los últimos años. El sistema político es cuestionado por los ciudadanos y las protestas se suceden desde hace meses en las calles brasileñas; los ciudadanos están hastiados y cansados de su clase dirigente, cada vez más alejada de los intereses populares.

Mención aparte es el caso de Nicaragua, convertida en una patética caricatura de satrapía por obra y gracia de su presidente Daniel Ortega y su vicepresidenta, su esposa Rosa Murillo, quienes han vaciado de contenidos al sistema democrático, expulsado a los diputados opositores del parlamento, comprado a la oposición derechista y se han enriquecido, junto con sus familiares y amigos, de una forma infame e insultante en uno de los países más pobres del mundo. La mayor parte de los antiguos líderes sandinistas, entre los que destacan con luz propia Sergio Ramírez y Enrique Cardenal, han abandonado ya al régimen y deploran el actual estado de cosas rayano a una impresentable dictadura bananera. La Nicaragua de Ortega, cuando han pasado casi cuarenta años del derribo del dictador Somoza, no tiene nada que envidiar, ni de lejos, con la de aquel contra los que lucharon miles de hombres y mujeres que creyeron ver en el sandinismo el final del túnel para un país cansado de esperar en la cola de la historia. Pero no fue así, el amanecer todavía no ha llegado, al menos para Nicaragua.

 
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