Celebré mi primer Tu Bishvat silvestre en Israel, a orillas del Mediterráneo. Años antes, sin saber nada al respecto, escribí mi poemario Las frutas. Unos versos llenos de candor y amor por esos tesoros botánicos. Tenía entonces veintiún años y los ojos llenos de las maravillas del mundo, de las cuales los árboles, y sobre todo los árboles que nos nutren, forman parte. Décadas más tarde, y cuando supe que en hebreo pri, fruto, tiene el mismo valor que hifráh, que significa fertilizar, inseminar, además de compartir raíz, a los encantos naturales que admiraba se agregaron a partir de ese momento los lingüísticos. Mucho antes de que los Evangelios dijeran que por ´´sus frutos´´ conoceremos a los seres humanos, los sabios judíos comparaban nuestros actos a los dones y productos de los árboles, señalando que las buenas acciones, los buenos deseos incluso, son fértiles y propagan, a pesar de los dramas y las recurrencias del mal en la Historia, la esperanza de la continuidad.
Continuidad en el tiempo y en el espacio. Durante siglos dimos testimonio de ello en el tiempo, y desde el retorno de Israel a su tierra, en el espacio redimido por el esfuerzo y el ingenio. Existe un postre catalán llamado ´´de músico´´ que consiste en pasas y almendras, habituales en las fiestas y celebraciones judías de mi infancia. Ni qué decir que ambas constituyen dos de las especies que se dan en Tierra Santa. Pertenecen a la esfera geográfica de lo mediterráneo, con su gusto por los cultivos de secano y su veneración por los árboles nobles. De la relación del almendro con el candelabro y lo sagrado da cuenta la Torá, estableciendo una línea verbal directa entre kadosh, lo santo, y shaked, la almendra. En lo que respecta a las uvas pasa, toda la vid es un modelo de la comunidad judía que en manos de su Viñatero Mayor, el Creador, produce, con paciencia, constancia y laboriosidad, el vino de la sabiduría. Lo mencionado hasta ahora hace mucho por revelar hasta qué punto el judaísmo no es una fe abstracta, fuera del mundo, sino una cultura de santificación constante de sus mejores partes.
Con los años se han agregado productos y árboles nuevos a esa alegría por y de celebración de los frutos: quiwis, aguacates, cerezas, nectarinas. No necesariamente en la fecha señalada sino en otras ocasiones. Un pueblo que ama con tanta intensidad la vida puede celebrar una jornada al año y en memoria de los bikurim o primicias que se llevaban en peregrinación al Templo de Jerusalén, la belleza y dulzura de los alimentos que nos nutren, y al mismo tiempo ampliar continuamente sus fronteras gastronómicas. El templo fue destruido, pero el pueblo lo sobrevivió. Nuestra memoria, más larga y honda que la de otras comunidades del mundo, se fortalece en el infortunio y la frustración. Como Job, por mal que nos vaya no podemos abominar, despreciar y negar aunque tengamos que rascarnos y sufrir. Es un enorme privilegio el celebrar, el cantar a las frutas, las nueces y las avellanas. Las almendras, los pistachos, las castañas de Cayú, los cocos y los piñones. No conozco ninguna ley relativa a la kashrut que prohíba las frutas. Y eso que debemos a la higuera la temprana, tempranísima expulsión del Paraíso.
Como escribió el poeta francés Paul Válery: ´´Paciencia en el azul del cielo, cada instante que pasa es un fruto maduro”.
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.