Este lunes se reunían en Madrid tres asociaciones españolas de amigos de Israel. El acto, que llenó el salón del Centro Sefarad-Israel, podía servir para muchas cosas: para encontrarte con algunos camaradas, para comprobar que no eres el único que siente algo por ese pequeño país al otro lado del mar… Pero sobre todo a mí me ha servido para que, un día después, me haya dado por reflexionar sobre qué me hace involucrarme con una asociación que quiere defender en España una causa tan poco popular; por qué me siento en la obligación de pelear –argumentalmente, por supuesto– por un lugar que en principio me queda tan lejos; por qué, en suma, soy o me considero amigo de Israel.
Y lo cierto es que hay muchas razones, alguna completamente banal: por ejemplo, tengo que reconocerles que empecé a interesarme por ese país lejano siguiendo lo que podríamos llamar una brújula moral inversa: si cierto tipo de gente critica tanto un lugar, algo bueno debe de tener.
Es un método con el que puedes equivocarte a veces, pero en este caso resultó infalible: efectivamente, Israel tiene mucho de bueno, y precisamente por eso es tan odiado por algunos, mientras que a otros nos da por amarlo.
Porque Israel nos gusta –casi diría que nos enamora– a los que amamos la libertad; a los que apreciamos la diversidad cuando se une alrededor de unos valores comunes; a los que preferimos las democracias a las dictaduras; a los que admiramos la producción artística y tecnológica; a los que valoramos lo que se consigue con esfuerzo cuando todo está en contra y la tarea parece imposible…
También será un país importante, por supuesto, para aquellos que consideramos el Holocausto como la página más negra de la historia de la Humanidad; para los que pensamos que hay que estar con los que han sido –y aún son, si nos descuidamos– injustamente maltratados y perseguidos; y, cómo no, para los que nos negamos a que ideologías fanáticas y despreciables nos impongan retroceder a la Edad Media y renunciar a nuestros valores, esos valores que, casualmente, son también los de Israel.
Y por último, pero no menos importante, soy amigo de Israel porque siento que es un país amigo, en el que estoy seguro de que, si tienen la suerte de viajar allí, se sentirán en casa, como me ocurre a mí; un país que comparte como pocos nuestro espíritu mediterráneo, nuestro amor por la vida, la comida, los amigos, la noche…
Rodeado de peligros y –en según qué dirección– de horror y oscuridad, también soy amigo de Israel –y les animo a ustedes a que lo sean y a que participen de alguna de estas asociaciones– porque quizá en ningún otro lugar del mundo se aprecia tanto todo lo bueno que nos han traído el progreso y la civilización… y lo fácil que sería perderlo: bastaría con ser indiferentes ante el bien y el mal.
Salom Isrrae»