En su primer discurso ante el Congreso, el presidente Donald Trump contrarió a su nuevo asesor sobre Seguridad Nacional, H. R. McMaster, al afirmar que el Gobierno de Estados Unidos está “tomando medidas potentes para proteger a nuestro país del terrorismo islámico radical”.
McMaster cree, como lo creía el anterior presidente, Barack Obama, que la expresión terrorismo islámico radical aleja a los aliados musulmanes de Estados Unidos, y que por lo tanto dificulta nuestra lucha contra Al Qaeda y el ISIS. Imploró al presidente que se abstuviera de utilizar esas palabras, pero Trump las usó de todos modos.
Claro que lo hizo. El año pasado arremetió contra Hillary Clinton por negarse a decir “terrorismo islámico”. Ella replicó enseguida diciendo “terrorismo islámico”, pero Trump apuntaba en realidad hacia su exjefe, Barack Obama, que se pasó ocho años evitando esa y otras expresiones similares.
He pasado más de una década yendo y viniendo de Oriente Medio, y jamás oí más que un susurro al respecto cuando estuve allí. Utilicé la palabra islamista, más precisa, para describir a Al Qaeda y el ISIS cientos de veces en conversaciones y entrevistas con toda clase de gente, desde taxistas a jefes de Estado, y ni una sola persona me regañó por ello.
Tal vez nadie me regañó porque yo utilizaba un término suficientemente preciso. Y sin duda es posible que algunos homólogos de McMaster en Bagdad gruñan por unas palabras que Trump considera tan cruciales. Pero dudo sinceramente de que esa reacción sea la habitual. Si antepones la palabra islámico a radical, en realidad estás diciendo lo mismo que islamista.
En cualquier caso, todo el mundo en Oriente Medio sabe perfectamente que los de Al Qaeda y el ISIS son islámicos además de islamistas. Ni siquiera los teóricos de la conspiración piensan lo contrario. Laicistas, progresistas y moderados, incluso los conservadores normales y corrientes de la región, temen y aborrecen a los islamistas. Referirse a ellos como “salafistas”, “islamistas radicales”, “extremistas islámicos”, “islamistas” o simplemente “radicales” o “extremistas” es jugar limpio. Los propios mesorientales utilizan esas palabras para describir a Al Qaeda y al ISIS, así que, ¿por qué no deberíamos hacerlo nosotros?
Lo que uno no debe hacer es meter a todo el mundo islámico en una única y siniestra categoría.
Mike Flynn, el anterior consejero de Seguridad Nacional de Trump, lo hizo varias veces antes de que el presidente lo despidiera. “El islam es una ideología política”, dijo en un discurso el pasado agosto. “Se oculta detrás de la idea de que es una religión (…) Es como un cáncer maligno”. No dijo que el islamismo o el islam radical son un cáncer maligno. Dijo que el islam es un cáncer maligno, lo que sugiere que todos y cada uno de los que profesen esa religión son potencialmente mortíferos. Ni que decir tiene que este tipo de lenguaje inflamable aleja a casi todos nuestros aliados en Oriente Medio, desde el Kurdistán a Marruecos.
Buena parte de la extrema derecha estadounidense habla sobre el islam y el terrorismo como lo hace Mike Flynn. (Lean simplemente la sección de comentarios de Breitbart). Esta gente se ha convencido a sí misma, contra toda evidencia y razón, de que los musulmanes moderados no existen; de que todo musulmán en el mundo entero es un totalitario genocida o es musulmán sólo de boquilla.
Así que, en este asunto al menos, Donald Trump es moderado.
“Después de ocho años de obcecación y de desastrosas políticas antiterroristas, esas tres palabras son clave para la Victoria contra el Yihadismo Global”, tuiteó el consejero adjunto de Trump, Sebastian Gorka, la semana pasada. El propio presidente usó el mismo argumento el año pasado. “Si no vas a decirlo, jamás vas a resolverlo”.
Las palabras son importantes para los escritores, los investigadores, los diplomáticos, los abogados y los terapeutas, pero no lo son todo, y desde luego no tienen poderes mágicos. Estados Unidos y sus aliados podrían haber derrotado a Adolf Hitler con la misma facilidad aunque ninguno de los nuestros hubiese pronunciado ni una sola vez “Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán”. De hecho, eso fue más bien lo que pasó. Llamar a nuestros enemigos “nazis” y dejarlo ahí era más que suficiente si se acompañaba de fuerza aérea, marítima y terrestre aliada. Apostaría a que una gran mayoría de los estadounidenses ni siquiera era ya consciente de que el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán era el nombre largo del Partido Nazi. Si alguien de la Administración Roosevelt hubiese dicho: “No podemos llamarlos nazis, tenemos que dejar claro que estamos luchando contra el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán”, se habrían reído de él en la cara.
“Ningún asesor me ha dicho una sola vez: si utilizamos esa expresión, daremos la vuelta a todo esto”, declaró Obama el año pasado. “Si alguien cree de verdad que no sabemos contra quién estamos luchando; si hay alguien ahí fuera que crea que nos confundimos de enemigo, menuda sorpresa para los miles de terroristas que hemos eliminado en el campo de batalla”.
Aun así, Obama reconoce que hay un enorme abismo entre la retórica de Trump y la de Flynn. “¿Que si creo que tiene mucha importancia que alguien use la expresión terrorismo islámico?”, se preguntó. “No. No hay duda de que [el ISIS y Al Qaeda] piensan y afirman que están hablando en nombre del islam, pero no quiero dar validez a lo que hacen”.
La civilización islámica es inmensa y compleja. Incluye a los reformistas progresistas, a los moderados, a los conservadores y a los partidarios de la línea dura, y algunos de estos últimos son violentos. No podemos separar al ISIS del islam más de lo que el ISIS puede separar a éste de musulmanes progresistas como el rey Mohamed VI de Marruecos.
La aversión de Obama y McMaster a ofender a nuestros aliados es, con casi total seguridad, inofensiva. Pero, para ser honestos, es bastante probable que el uso por parte de Trump de la expresión terrorismo islámico radical también lo sea.
© Versión original (en inglés): World Affairs Journal
© Versión en español: Revista El Medio
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