Un policía observa cómo se retira un vehículo destruido por vándalos en un suburbio parisino el 13 de febrero de 2017. (Imagen tomada de un vídeo de Ruptly).
Traducción del texto original: France’s Death Spiral
Traducido por El Medio
2 de febrero de 2017: Una «zona de exclusión» en los suburbios del este de París. La policía que está patrullando oye gritos. Decide ver qué pasa. En esto, un joven los insulta. Deciden arrestarlo. Él les da golpes. Se inicia una pelea. Él acusa a un policía de haberlo violado con una porra. Una investigación policial determina rápidamente que el joven no fue violado. Pero es demasiado tarde: ha empezado un proceso tóxico.
Sin esperar a tener más pruebas, el ministro de Interior francés dice que los agentes de policía «han obrado mal». Añade que «se debe condenar la mala conducta de la policía». El presidente francés, François Hollande, va al hospital a mostrar su apoyo al joven. El presidente dice de sí mismo que su comportamiento ha sido «digno y responsable». Al día siguiente, se improvisa una manifestación contra la policía. La manifestación deviene en disturbios.
Los disturbios prosiguen durante más de dos semanas. Afectan a más de veinte ciudades de toda Francia. Se extienden al centro de París. Decenas de coches son incendiados. Tiendas y restaurantes son saqueados. Los edificios públicos y comisarías de policía son atacados.
La policía tiene órdenes de no intervenir. Hace lo que se le dice que haga. Se practican algunos pocos arrestos.
Lo que está ocurriendo es el resultado de un proceso corrosivo iniciado hace cinco décadas. En la década de 1960, tras la guerra de Argelia, el presidente Charles de Gaulle dirigió el país hacia unas relaciones más cercanas con los países árabes y musulmanes.La calma está volviendo poco a poco, pero es fácil que los disturbios empiecen otra vez. Francia es un país a merced de las revueltas a gran escala. Pueden explotar en cualquier momento, en cualquier lugar. Los líderes franceses lo saben, y se refugian en la cobardía
Los flujos migratorios de «trabajadores invitados» de Argelia, Marruecos y Túnez, que habían empezado pocos años antes, aumentaron de manera acusada. No se alentó a los inmigrantes a integrarse. Todo el mundo asumió que volverían a casa cuando acabaran sus contratos laborales. Se establecieron en las periferias de las grandes ciudades. La economía era dinámica, con una fuerte creación de empleo. Parecía que no habría problemas.
Veinte años después, las graves dificultades se hicieron evidentes. Los inmigrantes se contaban ahora por millones. La gente del África subsahariana se unió a los que venían de los países árabes. Se formaron barrios formados íntegramente por árabes y africanos. La economía se había ralentizado, y se instaló el desempleo masivo. Pero los inmigrantes en paro no volvieron a casa, sino que recurrieron a las prestaciones sociales. Seguía sin haber integración. Aunque muchos de estos recién llegados se habían convertido en ciudadanos franceses, a menudo hablaban con resentimiento de Francia y Occidente. Los agitadores políticos empezaron a enseñarles a detestar la civilización occidental. Se empezaron a formar bandas violentas de jóvenes árabes y africanos. Los enfrentamientos con la policía eran comunes. A menudo, cuando un miembro de una banda resultaba herido, los agitadores políticos ayudaban a incitar a más violencia.
La situación se volvió más difícil de controlar. Pero no se hizo nada para arreglarlo, sino todo lo contrario.
En 1984, una serie de militantes trotskistas creó un movimiento llamado SOS Racismo, y empezó a definir cualquier crítica a la inmigración como «racista». Los principales partidos de la izquierda apoyaron a SOS Racismo. Parecían pensar que, acusando a sus adversarios políticos de racismo, podrían captar los votos de los «nuevos ciudadanos». La presencia de agitadores islamistas, junto a los agitadores en los barrios árabes y africanos, más el surgimiento del discurso islámico antioccidental, alarmó a muchos observadores. SOS Racismo señaló inmediatamente a quienes hablaban del peligro islámico como «racistas islamófobos».
En 1990, se aprobó una ley redactada por un diputado comunista, Jean-Claude Gayssot. Estipulaba que «se prohíbe cualquier discriminación basada en la etnia, nación, raza o religión». Desde entonces, se ha utilizado esta ley para criminalizar cualquier crítica a la delincuencia árabe y africana, cualquier cuestión sobre la inmigración del mundo musulmán y cualquier análisis negativo del islam. Se ha multado a muchos escritores, y los libros más «políticamente incorrectos» sobre estos temas han desaparecido de las librerías.
El gobierno francés pidió a los medios que acataran la «ley Gayssot». También pidió que los libros de texto de Historia se reescribieran para incluir capítulos sobre los crímenes cometidos por Occidente contra los musulmanes, y sobre la «contribución fundamental» del islam a la humanidad.
En 2002, la situación en el país se volvió dramática.
Los barrios árabes y africanos se habían convertido en «zonas de exclusión». El islam radical era generalizado y empezaron los ataques islamistas. Ardieron decenas de coches cada semana. El antisemitismo musulmán crecía rápidamente y condujo a un aumento de los ataques antijudíos. SOS Racismo y otras organizaciones antirracistas guardaron silencio sobre el antisemitismo musulmán. Por no querer que los acusaran de «racismo islamófobo», las organizaciones dedicadas a combatir el antisemitismo también guardaron silencio.
Se publicó un libro, Les territories perdus de La République, de Georges Bensoussan (con el seudónimo «Emmanuel Brenner»). Explicaba con precisión que estaba pasando. Hablaba del odio generalizado hacia Occidente entre los jóvenes de origen inmigrante, y del odio explícito hacia los judíos entre los jóvenes musulmanes. Decía que las «zonas de exclusión» estaban al borde de la secesión y que ya no eran parte del territorio francés. Los principales medios ignoraron el libro.
Tres años después, en octubre de 2005, estallaron revueltas en todo el país. Se incendiaron más de 9.000 coches. Cientos de tiendas, supermercados y centros comerciales fueron saqueados y destruidos. Decenas de agentes de policía fueron gravemente heridos. La tormenta paró cuando el Gobierno llegó a un acuerdo de paz con las asociaciones musulmanas. El poder había cambiado de manos.
Desde entonces, el Estado apenas mantiene la ley y el orden en Francia.
Se acaba de publicar otro libro, Une France soumise, escrito por el mismo hombre que había escrito Les territories perdus de La République quince años antes, el historiador George Bensoussan. Ahora, la propia República de Francia es un territorio perdido.
Las «zonas de exclusión» han dejado de ser territorio francés. El islam radical y el odio hacia Occidente reina entre las poblaciones árabes y, de manera más amplia, entre las poblaciones de origen inmigrante. El antisemitismo musulmán hace la vida insoportable a los judíos que no se han marchado aún de Francia y que no pueden permitirse mudarse a zonas donde aún no se amenaza a los judíos: los distritos 16º y 17º, el Beverly Hills de París, o Neuilly, una rica localidad en la periferia de París.
En todas partes en Francia, los profesores de instituto van al trabajo con el Corán en la mano para asegurarse de que lo que dicen en clase no contradiga al sagrado libro del islam.
Todos los libros de texto de historia son «islámicamente correctos». Un tercio de los musulmanes franceses dice que quiere vivir conforme a la ley islámica de la sharia, y no a las leyes de Francia.
En los hospitales, los musulmanes piden cada vez más ser atendidos únicamente por médicos musulmanes, y a negarse a que sus esposas sean tratadas por médicos varones.
Los ataques contra agentes de policía se producen a diario. La policía tiene órdenes: no deben entrar en las «zonas de exclusión». No deben responder a los insultos y amenazas. Deben huir si son atacados. A veces, no les da tiempo a huir.
En octubre de 2016, dos policías fueron quemados vivos en su coche en Viry-Châtillon, al sur de París. En enero de 2017, tres policías se quedaron atrapados en una emboscada y fueron apuñalados en Bobigny, al este de París.
Unos agentes de policía sí respondieron al incidente del 2 de febrero. Cuando un hombre se puso violento, no huyeron. El gobierno francés no hizo otra cosa que declararlos culpables, acusando a un agente de policía de violar a su atacante. Pero el agente no era culpable de violación, era culpable de simplemente haber intervenido. El gobierno francés también declaró a sus compañeros culpables. Fuero todos acusados de «violencia». Ahora tendrán que ir a juicio.
El joven que destruyó las vidas de estos policías no ha sido acusado de nada. En todas las «zonas de exclusión», es ahora un héroe. Los principales canales de televisión le piden entrevistas. Su nombre es Theodore, o Theo. Hay pegatinas de «Justicia para Theo» por todas partes. En las manifestaciones ondeaban pancartas que rezaban su nombre. Los agitadores gritaban su nombre junto al de Alá.
Algunos pocos periodistas han dicho que no es un héroe; que las «zonas de exclusión» son reservas de odio antioccidental, antisemita y antifrancés a punto de explotar. Pero estos periodistas también son precavidos. Saben que podrían ser enjuiciados.
Georges Bensoussan, el autor de origen marroquí de Les territories perdus de La République y Une France soumise está siendo ahora juzgado. El Colectivo contra la Islamofobia en Francia (CCIF) presentó una demanda contra él. Lo demandan por haber dicho: «Hoy estamos viendo una población distinta en la nación francesa; está causando el retroceso de una serie de valores democráticos a los que nos adherimos» y «Este antisemitismo visceral, demostrado por la Encuesta Fondapol el año pasado, no puede seguir silenciado».
Se asignaron inmediatamente jueces al caso. El veredicto estaba fijado para el 5 de marzo. Si Bensoussan no es sentenciado, es seguro que el CCIF apelará. Bensoussan proviene de la izquierda. Es miembro de J Call (European Jewish Call for Reason), un movimiento que critica «la ocupación de Israel de la Margen Occidental» y pide «la creación de un Estado palestino viable». Ni siquiera esas posturas bastan ya para protegerlo. La Liga Internacional contra el Racismo y el Antisemitismo (LICRA), organización fundada en 1927 para combatir el antisemitismo, apoyó al CCIF. Las organizaciones que supuestamente combaten el antisemitismo en Francia parecen en su lugar aferrarse a la vana ilusión de apaciguar a sus verdugos. Nunca mencionan el antisemitismo musulmán, y ahora se han unido de lleno a la lucha contra el «racismo islamófobo» contra autores judíos como Georges Bensoussan.
En abril se celebrarán elecciones en Francia. El Partido Socialista eligió a un candidato, Benoît Hamon, apoyado por la UOIF (Unión de Organizaciones Islámicas de Francia), la rama francesa de los Hermanos Musulmanes.
La extrema izquierda y los comunistas también tendrán candidato, Jean-Luc Mélenchon, admirador incondicional de Lenin, Hugo Chávez y Yaser Arafat, y enemigo decidido de Israel.
Hamon y Mélenchon obtendrá probablemente el 15% de los votos cada uno.
Y un tercer candidato de la izquierda, Emmanuel Macron, es exmiembro del gobierno socialista de Francia con François Hollande. Para captar el voto musulmán, Macron fue a Argelia y dijo que la colonización francesa era «un crimen contra la humanidad». Afirmó varias veces que la cultura francesa no existe, y que la cultura occidental no existe tampoco; pero añadió que la cultura musulmana árabe debía tener «su lugar» en Francia.
El candidato conservador, François Fillon, promete combatir el islam suní, pero dice que quiere una «fuerte alianza» entre Francia, los mulás de Irán y Hezbolá. Su reputación ha quedado muy perjudicada por un escándalo de «trabajos ficticios». Ha atacado a la comunidad judía francesa, presumiblemente para asegurarse el voto musulmán. Dijo que no respeta «todas las normas las de la República». Ha dicho que Israel representa una amenaza para la paz mundial.
Marine Le Pen, la candidata de la extrema derecha por el Frente Nacional, podría parecer la más decidida a enderezar Francia, pero su programa económico es tan contraproducentemente marxista como el de Hamon y Mélenchon. Le Pen también quiere atraerse al electorado musulmán. Fue a El Cairo hace unos meses para reunirse con el gran imán de Al Azhar. Como los demás partidos políticos franceses, su partido apoyó las posturas antiisraelíes del expresidente de EEUU, Barack Obama, así como la Resolución 2334 del Consejo de Seguridad de la ONU, aprobada el pasado 23 de diciembre.
Probablemente Le Pen gane la primera de las dos vueltas electorales, pero es casi seguro que será derrotada en la segunda vuelta: todos los demás candidatos apoyarán al candidato que se le enfrente, probablemente Macron o Fillon (si sigue en la carrera). Le Pen podría pensar que, en cinco años, la situación de Francia será aún peor, y que entonces tendrá posibilidades reales de ser elegida presidenta.
Hace unos meses, en el libro La Guerre civile qui vient, recientemente publicado, el columnista francés Ivan Rioufol escribió: «El peligro no es el Frente Nacional, que sólo es la expresión de enfado de un pueblo abandonado. El peligro son los vínculos cada vez más estrechos entre la izquierda y el islamismo (…). Hay que frenar ese peligro».
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