En la primavera de 2001 la reconocida arabista Gema Martín Muñoz, profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, impartió una conferencia en la Universidad de La Laguna (Tenerife) sobre los movimientos islamistas en el mundo árabe. Eran tiempos inocentes aquellos, previos al 11-S, y Martín bromeó con el profesor anfitrión sobre que Osama ben Laden era un invento de la CNN. En su conferencia expuso la idea de que Occidente debía entablar un diálogo abierto con las fuerzas islamistas porque estaban sin duda llamadas a gobernar, tarde o temprano, en el mundo árabe.
En el turno de preguntas, un profesor de Sociología planteó la duda de si, una vez ganaran unas elecciones, las fuerzas islamistas impondrían un programa de carácter totalitario que acabara con el mismísimo sistema democrático que permitió llegar al poder. La profesora Martín Muñoz dio varias vueltas en su respuesta, que resultó vaga y difusa. Quedó claro que le resultaba difícil afirmar que la democracia sobreviviría a esa tesitura.
Diez años después de aquella conferencia tuvo lugar la Primavera Árabe, que sacudió de una forma u otra a casi todos los países árabes, de Mauritania a Yemen. Jóvenes occidentalizados, fotogénicos, que se expresaban en inglés antes las cámaras internacionales de televisión salieron a las calles de El Cairo con pancartas llenas de referencias entendibles por la generaciónmillennial, material fácilmente convertible en memes y listo para ser viralizado en Internet.
Sin embargo, como en el caso de la Revolución Verde iraní de 2009, la visión occidental sobre Egipto cayó en el sesgo de confirmación a la hora de interpretar el equilibrio de fuerzas entre la generación aperturista y el voto conservador islamista. Las elecciones en Túnez y Egipto pusieron de relieve otra típica debilidad de las fuerzas políticas occidentalizadas y modernizadoras en países sin democracia. Las dictaduras no permiten articular partidos y líderes alternativos, así que generan una oposición atomizada. Muchas de las figuras de la oposición habían acumulado prestigio en círculos académicos o diplomáticos pero eran desconocidas para el gran público. Los islamistas, en cambio, contaban con el amplio reconocimiento público de sus líderes, una clave fundamental en las elecciones, y con una vasta base electoral entre las clases populares y en las zonas rurales, gracias a su red de instituciones educativas y asistenciales. Ganaron los comicios gracias al electorado que no salió en las crónicas periodísticas occidentales elaboradas desde las grandes ciudades.
Mientras caían los regímenes de Túnez y Egipto, las petromonarquías del Golfo Pérsicoasumieron que la mejor forma de predecir el futuro era construyéndolo. Apoyaron la coalición internacional contra Muamar Gadafi y apoyaron a las fuerzas insurgentes en Siria. A partir de entonces adoptaron un protagonismo en los acontecimientos del mundo árabe que ha pasado con frecuencia inadvertido.
Siria se convirtió en el país que pagó los platos rotos de la frustrante e insatisfactoria experiencia occidental en Libia, de la misma forma que el fiasco del Black Hawk derribado en 1993 llevó al presidente Clinton a no intervenir en Ruanda un año más tarde. La no intervención occidental en Siria abrió las puertas a las petromonarquías, que con su dinero determinaron qué grupos políticos cobrarían fuerza entre los rebeldes.
La experiencia turca de apoyo a sectores del Ejército Sirio Libre para crear una zona de seguridad junto a su frontera y la estadounidense de respaldo a las Fuerzas Democráticas Sirias para derrotar al Estado Islámico sirven de contraejemplo. Una intervención occidental pudo haber dado protagonismo a grupos distintos a los yihadistas y creado una posición de fuerza para abrir una solución negociada a la guerra civil.
Mientras en Occidente se cargaban las tintas sobre Arabia Saudita como bastión ultraconservador del mundo árabe, otras petromonarquías desempeñaron un papel más destacado en la deriva yihadista de la revolución siria. Qatar fue una de las principales fuentes de financiación para la yihad siria, que terminó tragándose a la revolución y a sus consejos populares. Ese papel sólo ha salido a la luz con el protagonismo de Qatar en las negociaciones para liberar a rehenes occidentales en manos de grupos yihadistas sirios. Sin embargo, Qatar es conocido en Occidente principalmente por su papel en el fútbol internacional y la imagen de modernidad que proyectan el canal de televisión Al Yazira y la plataforma multimedia AJ+. Por su parte, Kuwait, otro emirato discreto, se convirtió en el nodo financiero que recogía y canalizaba las aportaciones al Estado Islámico ante la falta de una legislación adecuada.
Cuando en junio de 2012 Mohamed Morsi asumió la presidencia de Egipto, el país árabe más poblado, referente político de la región, puso en marcha un enorme experimento. Pronto la deriva totalitaria del Gobierno islamista se hizo evidente para quienes seguíamos la actualidad egipcia en el nuevo y delicado contexto de pluralismo informativo. Sirvan de referencia las crónicas en clave de humor del programa Al Bernameg, presentado por Basem Yusef, el Jon Stewart local, que inevitablemente terminó chocando con las autoridades.
Una segunda Primavera Árabe parecía previsible entonces en Egipto. Pero fue el Ejército el que recogió el malestar de los sectores occidentalizados y modernizadores para cortar el experimento democrático, llevando el país a la casilla de salida de una nueva era de hombre fuerte, en este caso el general Al Sisi. Una experiencia que se repite en Libia en la figura del general Haftar.
Los dilemas de Occidente son ahora parecidos a aquellos de los tiempos previos al 11-S. Las alternativas son consentir o directamente apoyar a regímenes autoritarios que generen una percepción de estabilidad en las márgenes opuestas del Mediterráneo frente a amenazas como el yihadismo o riesgos como la inmigración irregular, y de paso regalar argumentos a las fuerzas islamistas en la batalla de las ideas; o bien ser testigos desde la distancia de la deriva autoritaria de las fuerzas islamistas una vez llegan al poder, como hemos visto en Turquía y Egipto. Mientras, cabe preguntarse si en el mundo árabe algún día llegará la hora de las fuerzas democráticas y modernizadoras.
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