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| viernes noviembre 22, 2024

La guardiana de la Casa de la Vida


En Cochin, pequeño pueblo del estado de Kerala en la India, vivía una anciana de ojos chispeantes que iba de su casa al cementario y del cementerio a su casa varias veces al día. Era la última habitante de un poblado judío de respetable antigüedad.  Poco a poco habían abandonado sus moradas y propiedades los descendientes de judíos que llegaron a esa costa un siglo antes de la era cristiana, Israel acababa de nacer y las voces de los hermanos lejanos reclamaban la presencia de los dispersos aquí y allá. Pero Simjí no se iría, no señor, era demasiado vieja para viajar y alguien tenía que hablar con los muertos.

            Por otra parte ¿qué haría ella en Israel, aunque la presencia de otras gentes de su pueblo y lenguaje le asegurase  el consuelo de las evocaciones y el compartir los hábitos del paladar y los detalles más íntimos del humor? En el pobre jardín trasero de su casa tenía sus pimientos y sus escuálidas hortalizas, unas pocas gallinas, de manera que siempre habría alguien que le cambiaría huevos por pescado seco. De un cercano templo dedicado a Shiva al que los hindúes llevaban flores un servidor le traía cada dos días claveles de moro y lotos marchitos que ningún devoto compraba y que Simjí los aprovechaba para llevárselos a los muertos, que para entonces habían engrosado su gran familia imaginaria.

            Una mañana vinieron a buscarla. Sus parientes la reclamaban desde Holón, en las afueras de Tel Aviv.

-Deje ya a sus muertos, Simjí-sugirió el enviado de Israel, un joven de piel oscura nacido en Cochin pero adaptado por completo a su nueva vida pionera en el país de los ancestros-¿No ve que no hay nadie que pueda cuidar de usted cuando se ponga enferma? La mayoría de las casas ya han sido ocupadas por gentes extrañas, recién llegados. Desconocidos que tienen otros cultos y costumbres.

-¿Y las gentes que duermen en la Casa de la Vida?-indagó con firmeza la anciana-¿No piensas en ellos? ¿Para ti la memoria no significa nada?

            Reubén Karal intentó explicarse mejor, ofrecerle garantías sobre el bienestar de sus últimos días, mencionó clases de hebreo gratuitas, los paseos colectivos junto al mar, la música, las fiestas, la extraordinaria efervescencia que vivía el país que los esperaba. Simjí no le contestó, simplemente le tomó de la mano y con una sonrisa le llevó a visitar las tumbas del cementerio judío, alguna de las cuales tenían varios siglos en la porosidad de sus piedras y los nombres comidos por la lluvia. Durante un rato él la observó repetir un ritual singular: la anciana iba de aquí para allá llevando mensajes de una lápida a otra, rescatando historias y transmitiendo saludos al ceniciento polvo de los muertos. A media voz sus inflexiones tenían un dejo teatral, como si ex profeso cambiara el tono cuando esbozaba un diálogo entre dos o tres personas y adoptara la personalidad de una o de otra.

-¿Comprendes ahora por qué no puedo irme?-dijo al fin Simjí-. Si dejamos de hablar con los moradores de la Casa de la Vida, ¿qué podemos esperar del afuera, de quienes habitan el ancho mundo de los muertos?

-Es que los muertos están aquí, señora Simjí-dijo Reubén Karal señalando las roídas tumbas.

-Mientras yo esté viva aquí no hay muertos, muchacho, tan sólo pasajeros del Espíritu esperando una palabra que les recuerde su existencia y la de los suyos.

 

(1) En hebreo y durante siglos los cementerios llevaban el nombre de Beit Jaim, Casa de los Vivos.

 
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