Por mucho que intento aislarme, no consigo evitar que me alcancen las reverberaciones de laenésima campaña antiisraelí dirigida a ablandar los ya de por sí esponjosos corazones de la compasiva grey progresista occidental. Esta vez a cuenta de los derechos de lo que ciertos sectores de la izquierda llaman “presos políticos” palestinos. Porque, gracias a la campaña deconcienciación organizada por un puñado de asociaciones, ayuntamientos del cambio y medios afines, nos enteramos de que los presos palestinos en cárceles israelíes son objeto de maltrato sistemático y tienen conculcados los derechos más elementales.
En el momento en que se inició la huelga, hace ahora dos semanas, del total de aproximadamente 5.000 palestinos en las cárceles israelíes se apuntaron entre 500 y 700, algunos por convicción, otros coaccionados por sus compañeros de filas en las distintas organizaciones militares, paramilitares y terroristas de Cisjordania y la Franja de Gaza. En la fecha en que escribo esta nota sólo quedan 20 en huelga: los organizadores, las cabezas visibles, los que se juegan su sangrienta reputación en el envite.
Encabeza la protesta Marwán Barguti, miembro de la Tanzim (rama paramilitar de Fatah), cerebro de numerosos atentados terroristas contra militares y civiles israelíes durante laSegunda Intifada y condenado por los tribunales a cinco cadenas perpetuas. Prueba de la influencia que Barguti ejerce aún desde la cárcel es que en 2014 hizo un llamamiento para lanzar la Tercera Intifada y que su nombre se baraja como posible sucesor de Mahmud Abás al frente de la Autoridad Nacional Palestina.
No hace falta decir que, al igual que su carismático cabecilla, los demás presos no lo están por sus ideas políticas, sino por delitos de sangre debidamente juzgados con todas las garantías de un Estado de Derecho. Muchos de ellos pertenecen a organizaciones terroristas como Hamás y Yihad Islámica, razón por la que cumplen sentencias en prisiones de alta seguridad.
Aunque estas huelgas de hambre son casi un evento anual que tiene lugar en las señaladas fechas con que el conjunto de los israelíes recuerda a las víctimas de la Shoah (Yom Ha’Shoah), a los soldados israelíes caídos en las guerras (Yom Ha’Zikaron) y el Día de la Independencia (Yom Ha’Atzmaut), la de este año tiene el aliciente adicional para los palestinos de que se cumplen 50 años de la captura israelí de Judea y Samaria tras la Guerra de los Seis Días, en 1967.
¿Y qué es lo que reclaman? ¿Cuáles son esas penosas condiciones de reclusión a las que los somete el Estado Israelí? Tienen básicamente dos exigencias y abochorna contarlo: toda esta campaña internacional de demonización de Israel se asienta sobre dos exigencias tan absurdas que enmudecen en medio del ruido mediático: más tiempo de visitas semanales para las familias y mayor acceso a los teléfonos. Abochorna contarlo, digo, si tenemos en cuenta que el tiempo de visita, 45 minutos, es idéntico al tiempo del que dispone cualquier preso de alta seguridad israelí, y que las comunicaciones telefónicas sirven sobre todo para organizar a los grupos terroristas en Cisjordania y Gaza y planear nuevos atentados; que los presos palestinos viven en unas condiciones con las que no podrían ni soñar presos comunes de cárceles de países árabes (con baños con ducha, pequeñas cocinas, televisores de 26 y 32 pulgadas en cada celda de 10 a 12 reclusos, con libertad para pasar el día entero al aire libre, con gimnasios y colmados surtidos de todos los productos alimentarios que uno encontraría en un supermercado israelí); que los terroristas palestinos reciben por ley un sueldo nada despreciable de la ANP (cuanto más sangrientos sus crímenes, mayor la cuantía); que la Cruz Roja Internacional monitoriza cada segundo de la vida de estos reclusos; que sólo en Siria hay unos 12.000 presos viviendo en condiciones infames de tortura; que comparadas con cárceles peruanas, turcas o rusas, las prisiones israelíes son centros de recreo, y que tienen acceso a uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo.
Me llega el estruendo de la enésima campaña judeófoba y me asaltan dos recuerdos. En el primero veo la cara siniestra del etarra Iñaki de Juana Chaos alimentado por tubos en una cama de hospital, haciendo el paripé de una huelga de hambre por la que se colaban alimentos cuando las cámaras no estaban filmando. Una huelga de hambre de la que el propio terrorista español se descolgó voluntariamente después de conseguir la publicidad que buscaba. En el segundo, veo el cuerpo delgado y fantasmagórico, sin dientes, de Guilad Shalit, el soldado israelí secuestrado por Hamás, el día de su liberación. Shalit fue la moneda de cambio que usó la organización terrorista que gobierna la Franja de Gaza para conseguir la liberación de mil presos palestinos como los protagonistas de la huelga de hambre. Salvo por dos vídeos puntuales para probar que seguía con vida, Shalit pasó cinco años y medio en cautividad sin que el Gobierno israelí conociese su paradero. Una tortura de cinco años y medio sin teléfono, sin visitas de familiares, sin que ni siquiera le pudiese visitar el Comité Internacional de la Cruz Roja para comprobar su estado de salud.
Y ahora me entero de que los reclusos palestinos quieren más horas de visita y, honestamente,no se me parte el corazón.
Las mentiras de los palestinos , la cultura de los palestinos Vivir una mentira