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| jueves noviembre 21, 2024

Ronda de rosas


A principios de verano, cuando el vino blanco arde bajo la luz de junio, Johannes Schenck, virtuoso de la viola de gamba, ofreció a su patrón el príncipe de Dusseldorf una audición especial de su obra Las ninfas del Rin. La escena tuvo lugar en un jardín acristalado en el que las más fragantes rosas del norte crecían junto a las del sur. El siglo XVII estaba a punto de expirar y para el músico y los nobles allí reunidos la virtud más alta era la galantería.

Johannes Schenck, nacido en Holanda aunque de padres alemanes, amaba las flores y creía, sinceramente creía que la música las hacía crecer mejor, con más elegancia, a la vez que aquellas enriquecían, en su proximidad, la calidad del sonido  gracias al silencioso don del  perfume. La corte íntegra se trasladó, pues, en medio de un enjambre de servidores, al pabellón acristalado en el que tendría lugar el evento. El clima era extraordinario,  había llovido dos días antes y la tierra sonreía incluso en sus ángulos más pobres. Hasta las sombras se alegraban de serlo.

Una de las sirvientas era una judía llamada Ruty que, hija de un modesto carpintero, vivía más tiempo en palacio que en su casa. Cada vez que volvía con los suyos le entristecía dejar atrás las flores y los jardines. Apenas sonaron las violas de gamba, una de las cuales tocaba Johannes Schenck, Ruty se situó cerca de los rosales para disfrutar del espectáculo mientras nadie reclamase su ayuda. No era la única, ese mediodía, en oír un concierto tan de cerca. Estaban la gorda Herta y Margarita la meticulosa, con quienes mantenía relaciones tirantes debido a su carácter, un poco soñador y distraído. Todo el mundo admiraba y hasta envidiaba sus espléndidos ojos oscuros e ironizaba sobre la curva de su nariz.

Las violas despertaron, si es que acaso dormían, a los miembros más superficiales de la corte del príncipe. La música fluyó por el aire semejante al roce de cien  hojas de vid sobre un mantel de seda. Los inquietos ojos de Ruty iban de los instrumentos a las rosas y volvían de éstas a las manos de los ejecutantes en un vaivén casi imperceptible que seguía, seducido, el ascenso y descenso de la melodía. Por un momento  Ruty creyó que las ramas de los árboles hablaban, y también el suelo, el aire, el agua cercana y el sol, pero que lo hacían con la voz de las violas. Cerró los ojos y cuando volvió a contemplar las rosas ¡las vio abrirse aún más, girar en su propia quietud, y tan maravilloso le pareció ese compás de pétalos y levísimo oscilar de tallos, que se le humedecieron los ojos de gratitud!

Al contarle, más tarde, orgullosa, a su padre, la experiencia vivida, agregó lo mucho que le entristecía regresar de la ronda musical de las rosas a su pobre hogar sin plantas ni flores.

-Parece-comentó-, como si a nosotros sólo nos tocaran las espinas.

-La belleza no es un reparto sino una disposición-dijo Efraím el carpintero-, y no siempre está donde imaginas. A veces hasta un tronco medio quemado puede ser hermoso y, en cambio, el agua del florero en el que hasta ayer lucían unas rosas, te recuerda el dolor de su putrefacción.

Una semana más tarde, de regreso del palacio del príncipe de Dusseldorf a su casa, Ruty encontró sobre su tosco lecho unas pequeñas rosas hechas con espinas que su padre había encolado disponiéndolas a la manera de pétalos sobre secas varas de mimbre fino.

-¿Qué es eso?-preguntó emocionada.

-La rosa sabrá todo sobre el abrirse, pero sólo las espinas saben como ascender hasta la belleza, y eso que raramente la ven desde la posición que ocupan.

 

 
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