En el pasado lejano, los ejércitos de naciones enfrentadas se citaban a un día y hora señalados en un campo de batalla acordado. El sino de la guerra quedaba en manos de la valentía y tino de los enfrentados, y en las protecciones que sus respectivos dioses les proporcionaran. Por el contrario, la mayoría de las guerras actuales se manejan desde la distancia (drones, satélites, etc.) y algunas, más que sangre intentan descabalgar al enemigo de lo más querido: su forma de vida, en la mismísima “zona de confort” de la retaguardia civil. Allí, tras muros de piedra, fronteras minadas y cielos patrullados por cazas que blindan la caparazón de occidente, se encuentran las blandas entrañas de una civilización conectada e interdependiente. No hace falta construir misiles balísticos ni salir con hachas a la calle para causar el terror: basta con que nos desconecten de la Red para que nos falte el aire, para que ya no podamos apoyarnos en las amistades virtuales, ni llamar a las reales, ni enterarnos, ni tan siquiera poder usar lo que tenemos (por ejemplo, el dinero).
Seguramente en más de una ocasión nos hemos reído del “sufrimiento” de algún adolescente castigado sin su teléfono móvil por un tiempo, o de su desesperación por la lentitud de la conexión a Internet. Sin embargo, ¿cómo reaccionaríamos nosotros si no sólo los cajeros y terminales para tarjetas electrónicas no pudieran certificar operaciones, sino tampoco los empleados humanos de las sucursales bancarias? Pronto, el mundo de los objetos interconectados (lo que se conoce como el Internet de las Cosas) incluirá también a los electrodomésticos y otros muchos aparatos, con lo cual un ataque cibernético nos podría dejar sin nevera, sin coche ni transporte público y al borde de la muerte a los pacientes de hospitales o con dispositivos electrónicos incorporados (como marcapasos). Sin duda el pánico que ello infundiría sería muy superior a las probables bajas civiles en países periféricos de un ataque con armas convencionales, aún las más avanzadas.
La desestabilización mundial de esta semana causada por el virus bautizado Wanna Cry (quiero llorar) no es la primera de la nueva guerra en la que ya estamos inmersos, pero sí la que más ha trascendido. Y es muy posible que las defensas más útiles para enfrentar este nuevo escenario salgan de la experiencia de Israel tanto en temas de seguridad como de nuevas tecnologías, lo que le ha llevado a ser el país más avanzado del mundo en ciberseguridad, que es lo que puede marcar la diferencia entre sobrevivir o sucumbir a las pretensiones hegemónicas que se esconden detrás de las trincheras del anonimato electrónico. Es la guerra: una adicional a la de los ejércitos y las células terroristas, que en lugar de sangre sólo vierte lágrimas de desconexión, pero en los cimientos de la civilización que conocemos, allí donde realmente nos duele.
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