Es temprano para juzgar a Donald J. Trump como presidente del país más poderoso de la tierra, pero no lo es para vislumbrar hasta qué punto es un buen vendedor, es decir alguien en quien priva el deseo de ganancia por encima del de transacción. En la ganancia se mide lo obtenido por cantidades, en la transacción prevalece el equilibrio entre las partes, el intercambio en sí. Los buenos vendedores son, qué duda cabe, un poco charlatanes y muy exagerados. Su discurso es adulador, tramposo. Hemos visto en el reciente viaje del presidente norteamericano más al empresario que al líder político. Es verdad que su cara de bulldog rubio no le ayuda a matizar, pero tampoco su carácter abrupto. Soy de los que se van desencantado de él cada día que pasa. La cobardía de no haber trasladado la embajada a Jerusalén tal y como era y es el deseo de Israel me parece imperdonable. Hay lugares fantásticos en Rehavia que hubiesen servido muy bien a ese propósito con unos pequeños arreglos aquí y allá. Aún sigue, el tío Donald, pasándoles la lengua a los árabes y de modo no muy diferente al de su criticado Obama.
Prometer lo que uno no va a cumplir es típico de vendedores, quienes garantizan esto y lo otro y cuando reclamamos algo se van por la tangente. Un líder de temple de acero e ideas claras ofrece pocas, poquísimas cosas y las cumple todas. Por fuera todo sigue igual: Siria, Irán, Corea del Norte; por dentro, en América, se perciben enormes esfuerzos para desplazarlo del poder o minar su camino sin que se entrevea un claro reemplazo. Ahora más que nunca Israel debe confiar en sus propias fuerzas y tomar decisiones importantes, a largo plazo. Está visto que los eventuales vuelos entre Riad y Tel Aviv, si llega a haberlos, no cambiarán mucho las cosas. Al Islam, digámoslo claro, le hace falta una reforma humanista, y mientras no la veamos no hay que creerle ninguna oferta ni dejarse seducir por sus tibias buenas intenciones. Sadat marcó el camino: hay que acudir al parlamento israelí para ser creído. Pero como eso significa arriesgar la vida para que un musulmán que disiente te asesine luego—y asesinan por muchísimo menos- los valientes brillan por su ausencia.
Necesitamos más Sadat, más Ataturk, gente con menos lastre religioso a sus espaldas. También Israel las necesita, personas creativas, libres y laicas que respeten y hasta admiren la alteridad. Desgraciadamente la izquierda es incapaz de proporcionarlas: vive una crisis en todas partes y su viejo discurso carece tanto de autocrítica como de convicción. Es la hora del pragmatismo, de buscar lo que funciona, de trabajar a pequeña escala. La ventaja que tiene Israel sobre sus enemigos radica en su flexibilidad. Si un líder israelí fuese invitado a hablar a un parlamento musulmán, a Ramalah, por ejemplo, ¡eso no cambiaría nada! Es más interesante que vengan ellos a casa. Es mejor esperar hasta que dentro de cinco o seis años los árabes comprendan que, como dice uno de nuestros profetas menores, lo ve-cóaj ela ve-rúaj. No por la fuerza sino por el espíritu. No por la negación del otro sino por su afirmación cambia la realidad. Después de todo ellos llaman rûh a lo que nosotros llamamos rúaj. Quien no reconoce sus deudas con lo que le precede está condenado a incrementarlas con los quienes le suceden. Sin la Torá y los Evangelios el Corán no tendría razón de ser. Sin la existencia de Israel Palestina no tendría razón de ser, a sangre y fuego formaría parte de Egipto o de Jordania.
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