En las campañas electorales del Reino Unido, como la de estos últimos días, se suelen utilizar muy distintos espacios públicos para ubicar las urnas, incluidas iglesias. A la entrada de algunas se ha dispuesto el día de las elecciones un cartel indicando por dónde ir a votar y por dónde a rezar. Esta encrucijada de caminos es una metáfora bastante acertada de la compleja situación que atraviesan las sociedades occidentales y democráticas en las que, si bien las reglas de juego están bien establecidas y suelen ser respetadas escrupulosamente, hay una creciente sensación que nuestros deseos colectivos acaban convirtiéndose en nuestras peores pesadillas. Habrá más de uno que, después de depositar su voto, habrá ido a rezar para que la opción que acaba de elegir no llegue finalmente al poder.
Parece un contrasentido, pero más bien es la expresión de la perplejidad de unas sociedades agotadas de promesas que, más que incumplidas son incumplibles (a menos, claro está, que se adopten medidas impopulares que impidan la continuidad del proyecto elegido). El populismo, los falsos augurios de mejoras milagrosas, no son ya las herramientas de un partido en concreto, sino parte del lenguaje habitual de todos. Porque no estamos dispuestos a dar nuestro apoyo a quien nos cuente la verdad y los sacrificios necesarios para llegar a buen puerto. Estamos atrapados porque la alternativa que nos dejan es el desánimo, la abstención, el descrédito, el refugio del sarcasmo y todas las otras herramientas previas al totalitarismo encarnado en salvapatrias de ideas tan claras como oscuras sus intenciones. No haré la lista de nombres propios porque desgraciadamente es una franquicia instalada en cada rincón donde rigen las leyes.
Mientras tanto, los que sí saben lo que queremos son los robots que manejan la enorme cantidad de datos sobre nuestras preferencias y forma de vida que dejamos detrás nuestro a cada paso. A ellos no hace falta votarlos ni siquiera rezarles para que se encarguen de encauzar nuestros deseos a la oferta que mejor se adapte a nuestras necesidades y posibilidades. No deberíamos olvidar, no obstante, que todo este andamiaje se sustenta en la creencia judeocristiana de la posibilidad de elegir nuestro propio destino (libre albedrío lo llaman), más allá de las circunstancias. Qué mejor ejemplo de éxito de supervivencia y fe en el poder de nuestras propias decisiones que el pueblo judío, y que pasa por recorrer caminos que no suelen ser los más fáciles ni directos. Volvamos a tomar el timón de nuestras vidas, como lo hicieron durante generaciones (y en peores circunstancias) los que nos trajeron hasta aquí. Aunque duela y canse
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