En otros artículos hemos expuesto diversos tipos de tabúes, tales como eludir toda mención de Oslo y de Vietnam, o en general cualquier pregunta prohibida, según denunciara Eric Voegelin.
Un tercer tabú vigente hoy en día se ejemplificó hace unos años, en un atentado de 2013 en Londres, durante el que un soldado británico fue decapitado en plena calle por dos terroristas islámicos. En reacción, el entonces Primer Ministro David Cameron declaró que los atacantes “habían traicionado los valores del Islam”. Es curioso cómo él podía estar seguro de semejante aseveración, como si las virtudes de un político inglés debieran incluir el manejo de la axiología mahometana.
Lo cierto es que la apología del Premier británico no aspiraba enseñar verdad alguna sino, por el contario, encubrir un grave problema.
La arrogante ocultación remeda la que durante bastantes años emanó desde la Casa Blanca, y que fue hace poco reiterada por el papa cuando sentenció que “no hay terrorismo islámico”.
En efecto, el anterior presidente norteamericano solía desalentar (e incluso reprimir) las opiniones que vincularan al Islam con la ola de sanguinaria violencia que Occidente viene padeciendo ya por un par de décadas, y que es mayormente perpetrada por musulmanes que arremeten en nombre de su religión.
En nuestros días, el veto de Obama se ha disipado y está nuevamente permitido hablar más claramente sin que a uno le endilguen olímpicamente ser “racista”.
La nuevamente permitida claridad impone, por un lado, que obviamente no basta con ser musulmán para ser terrorista y, por el otro, que hay nítidas huellas del Islam en la barbarie que nos aqueja.
La conclusión del silogismo es que resulta necesario dirimir en qué medida el gran mal social de nuestro siglo –el terrorismo– es atribuible al Islam. No lo es en su totalidad, por supuesto, pero tampoco puede exonerarse ligeramente la violencia ínsita en la tradición mahometana.
No abundan hoy en día las religiones que decapiten, flagelen, torturen en nombre de su dios, apedreen a las mujeres “desviadas” o apliquen penas de muerte incluso por delitos de fe y de conciencia. En rigor, hay una sola.
Una, que no se limita a generar involuntariamente (como cualquier otra religión podría hacerlo) fanáticos descastados que se desvíen de su propia fe o se rebelen contra ella, sino que por el contrario inspira a numerosos terroristas que encuentran precisamente en el Islam la inspiración y la justificación para los crímenes más atroces y despiadados. Estos crímenes amenazan con retrotraer a la humanidad a sus peores estadios, por lo que son un problema global y nadie debería apocarse en el momento de dilucidarlos.
El aludido defecto del mahometismo fue denunciado con simplicidad por Winston Churchill en su crónica de la invasión británica al Sudán a fines del siglo XIX (bajo el título de La guerra del río, 1899): “¡Qué horrorosas son las maldiciones que el Islam emplaza en sus seguidores! Amén del fanático frenesí -tan peligroso en un hombre como es la rabia en un perro- hay una temible apatía fatalista. Los efectos son visibles en muchos países… La influencia de la religión paraliza el desarrollo social de quienes la siguen. No hay en el mundo un impulso retrógrado más fuerte que éste… La civilización de la moderna Europa podría derrumbarse, como ocurrió con la de la antigua Roma”.
Un siglo después le hizo eco el finado tirano de Libia, Muamar Gadafi, cuando pronosticó que “hay indicios de que Alá otorgará la victoria al Islam en Europa sin espadas, sin necesidad de terroristas suicidas, sin invasión. Los millones de musulmanes allí radicados la convertirán en un continente musulmán en las próximas décadas”. Con quizás apresurado optimismo Adly Abu Hajar -el imán de la ciudad sueca de Malmö- declaró que “Suecia es el mejor país islámico”.
A pesar del innegable rezago que sufren las sociedades islámicas contemporáneas, y del virtual monopolio musulmán sobre el conjunto de las violencias desgranadas, quizá podría ser más eficaz evitar la condena explícita del Islam (o de cualquier otra religión).
Dicha omisión no significaría caer en los excesos de Obama y de la izquierda, ya que en nuestra propuesta la condena del Islam surgiría en una inmediata segunda etapa, y en la primera habría podido dejarse en claro que no hay tirria alguna contra un grupo determinado por cuestiones de fe.
Así, las personas de bien podríamos contentarnos con alzar nuestra voz en contra de toda religión que cometa excesos y brutalidades como las arriba mencionadas, sin nombrar a ningún credo en particular. Así y todo, un buen segmento del Islam quedaría inculpado ipso facto, pero no por ser islámico sino por ser brutal.
Las superfluas quejas sobre una inexistente “islamofobia” perderían así su justificación, y en particular el mundo árabe debería enfrentar sus propias bajezas. Debería hacerlo privado de su típica rutina de culpar a los demás por sus propios males (culpas que recaen habitualmente en un candidato preferido a ser ubicuo portador de todas ellas).
Cabe aquí refutar dos pretextos habituales de los apologistas del Islam en las izquierdas.
Contra el primero de ellos, baste decir que nos referimos muy específicamente al presente, y no a cómo actuaron las religiones en la antigüedad o el medioevo. Es irrelevante que la cristiandad haya sido violenta. No estamos haciendo estudios históricos sino protegiéndonos de las conductas que nos castigan en el mundo actual.
La segunda excusa esgrimida con frecuencia es que “todas las religiones tienen sus fanáticos”, lo que también es irrelevante. No se intenta cercar a individuos ardientes, sino denunciar a sociedades fanáticas, atrasadas y violentas, que aducen fundamentarse en las enseñanzas del Islam que les ofrece una plataforma. Desde esa plataforma se lanzan al único método de alcanzar los logros de Occidente, que consiste en socavar dichos logros.
Al debatir la medida de la responsabilidad islámica en la barbarie, necesariamente habremos de preguntarnos qué factores del Islam pueden ser la fuente de la violencia.
Al respecto, una interesante hipótesis ha sido elaborada por Hamed Abdel-Samad, hijo de un imán sunita egipcio, y quien desde hace varios lustros reside en Alemania.
Una cultura históricamente depredadora
Hamed Samad explica la violencia del Islam con la teoría del “defecto de nacimiento”: la religión mahometana es violenta (contra las mujeres, contra los menores, contra las minorías, contra los otros) debido a que nació como una ideología destinada a una tribu depredadora cuyo sustento económico se focalizó desde el comienzo en saquear a otras tribus.
El pillaje, según Samad, ha sido la esencia del Islam en el transcurso de la historia. No lo fueron la ciencia, ni la agricultura ni la tecnología.
Esta intimidación impone, para el afuera, las conversiones forzadas o los impuestos (jizya) a quienes no son musulmanes. Hacia el adentro, la violencia ejercida es similar.
Así, el Islam ha sostenido que está inflexiblemente prohibido abandonarlo, y por lo tanto debe decapitarse al apóstata (murtad). La mera existencia de esta norma, aun en los países en los que no se aplica, disuade a muchas personas de dudar con naturalidad, de especular en materia de fe, o de atreverse a proponer reformas que pudieran modernizar la religión.
Mucho se cuidará el musulmán promedio de compartir titubeos religiosos porque puede sentir, aunque no lo verbalice, que su vida corre peligro, o que puede ser objeto de atroces castigos, ya sea en la sociedad en la que mora o por parte de los islamistas que acechan desde afuera.
Aun cuando raramente se cumpla con la decapitación del apóstata, el mero acecho de penas brutales obra como espada de Damocles que reprime el pensamiento y la creatividad.
En algunos países, la pena de muerte al apóstata es parte de la ley estadual, como en Yemen, Qatar y Mauritania, cuyo código penal lo estipula en su artículo 306.
En Irán, desde la revolución islamista de 1979, el artículo 167 de la constitución establece que cualquier parte de la sharía -la ley islámica- puede ser lícitamente aplicada. En diciembre de 1990 Husein Suleman, un musulmán que se convirtió al cristianismo, fue colgado por apóstata.
En Arabia Saudí, donde ni siquiera hay código penal, la sharía es considerada la ley del país, por lo que el casi millón de cristianos que allí residen… oficialmente no existen, y la ley saudí les prohíbe practicar su culto.
De los judíos ni hablemos: tienen vedado incluso el ingreso al país, salvo algunas excepciones, aun como turistas. No hay ni una sola iglesia en toda Arabia Saudí, y está vedado construirlas, así como celebrar las fiestas no-islámicas; se prohíbe tener Biblias o portar símbolos religiosos de otros credos.
Cuando a comienzos del año 2000, dieciséis filipinos (incluidos cinco niños) fueron detenidos por leer los Evangelios en un piso privado de Riad, hubo que ejercer numerosas presiones internacionales para que se los pusiera en libertad. Donnie Lama, después de pasar un año y medio en la cárcel, y antes de ser expulsado del país, fue flagelado con setenta latigazos ante el gélido silencio de los medios y de la opinión pública.
El hecho de que pensar de un modo u otro pueda ser considerado crimen de Estado, constituye una barrera infranqueable contra el ingenio y la avidez de conocer y mejorar.
Para colmo, en la tradición islámica se permite mentir en aras de preservar la fe o protegerse (el principio de taqiyya, basado en la sura coránica “de la abeja”), y este dato impide identificar las verdaderas intenciones del musulmán que interactúe con el medio no-islámico.
Ante tamaña evidencia del problema, resulta risible el argumento de ciertos “librepensadores” que rechazan toda cautela ante un grupo “por el modo en que rece”. Así lo sostuvieron, por ejemplo, los detractores de las restricciones inmigratorias que intentó reglamentar el presidente Trump.
Pero es claro que las prevenciones no tienen nada que ver con cómo recen, sino con cómo legitimen la tortura o las amputaciones, o el trato inhumano hacia las mujeres o las minorías.
Tampoco criticamos el extremismo religioso en el sentido de cuánto se exige a sí mismo el creyente, ya que toda persona tiene el derecho de ser consigo mismo tan religioso como le plazca.
El problema irrumpe exclusivamente cuando intenta imponer sus hábitos a los demás. La moderación y el extremismo no son evaluados en el sentido de la auto-exigencia, sino en su idoneidad para la convivencia.
Un buen ejemplo de ello se produjo hace unas semanas en Pakistán, cuando el joven Mashal Khan (25) fue golpeado hasta la muerte por una morralla de estudiantes en una universidad estatal (cuyo lema es, paradójicamente, “paz y fraternidad”).
Los agresores sospechaban (erróneamente, según parece) que Khan “promovía la fe ahmadi”, considerada no musulmana en la Constitución de su país (sic). Como reacción, el gobierno paquistano deploró que la gente “tomara la ley en sus manos”. Uno no podía dejar de preguntarse horrorizado: ¿Qué ley es ésa? ¿Qué tipo de “estudiantes” pueden arrogársela? ¿Qué “universidad” los nutre?
Bien haría la comunidad internacional en proscribir a los países en donde la “ley” dictamine que hay que matar por cuestiones de fe, o que las mujeres deban ser castigadas cuando son violadas. La proscripción podría aplicarse sin la necesidad de explicitar ninguna religión, porque de todos modos hay una entre todas ellas que merece la exclusión.
El mundo, sin embargo y a juzgar por la ONU, parece marchar en dirección inversa. Hace unos días, la ONU eligió al régimen de Arabia Saudita para integrar la Comisión para la Condición de la Mujer durante el período 2018-2022.
Se trata de un país al que el Foro Económico Mundial colocó en el puesto 141 de entre 144 categorizados en cuanto al estatus de la mujer. Una sociedad tribal en la que toda mujer (sin importar su edad) debe tener un tutor masculino que pueda decidir por ella; un régimen que prohíbe a las mujeres incluso conducir coches o viajar solas; un infierno en el que la mayoría de los hogares tienen entradas separadas para mujeres. Todo ello, innecesario aclarar, justificado en los postulados de una religión determinada.
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